Hay dos formas de trabajar.
Una es tremendamente aparente: es aquel que se pasa «haciendo» todo el rato. Voy para allá, vengo para acá, me meto en una reunión, hago un documento, cojo esto y lo llevo aquí, mando un mail, leo otro mail, hago esta llamada. Interrumpo una conversación para mirar un mail, dejo de leer el mail para hacer una llamada, no hago caso a la llamada porque estoy hablando por lo bajini con alquien más. Y todo eso mientras en mi cabeza mezclo tres o cuatro temas que están encima de la mesa. Sabéis cuál os digo, ese perfil hiperactivo que pasa el día sin parar, transmitiendo la sensación constante de no tener ni un minuto libre, y encima no llegar a nada.
Y la otra es… diferente. Más reflexión, más calma. Más «afilar el hacha», más «elegir tus batallas», más dar tiempo al tiempo para que las ideas se asienten, para que las cosas maduren, para que las personas evolucionen, para que las cosas avancen a su ritmo. No estás todo el rato «haciendo cosas». A veces estás mirando al infinito, reposando ideas. A veces solo garabateas en un papel. A veces te das un paseo. O dedicas el rato a charlar relajadamente, o a leer un libro.
Yo, como os podréis imaginar si me conocéis o si me leéis de hace tiempo, me pongo en el equipo de la «reflexión». Nunca me ha gustado ir como pollo sin cabeza, cambiando el foco constantemente, atento a cada nueva llamada, a cada nuevo email, a cada pajarito que cruza mis ojos o a cada idea que pasa por mi mente.
Sin embargo, reconozco que a veces tengo complejo. Cuando me pongo lado a lado con uno de «los otros», acabo teniendo la sensación de que él trabaja, y yo… no. Que hago poco. Que aquel objetivo de realizar una tarea clave al día es de vagos, que mi lista de «to-do»s no es ambiciosa, que no tengo derecho a intentar vivir relajado, que debería estar hiperactivo todo el día. Que por no estar «hiperocupado» e «hiperpreocupado», no lo estoy haciendo bien.
En días así es cuando más me obligo a reflexionar. No ya pensando en teorías varias, si no en mi experiencia a lo largo de los años. Pienso cuándo he sido más productivo, cuándo he conseguido más cosas, cuándo he aportado más valor, cuándo me ha ido mejor profesionalmente, cuándo me he encontrado mejor personalmente. Todo cuadra. Da igual la sensación que transmitan «los otros», dan igual sus percepciones de «qué injusto, yo me deslomo, y éste vive como dios». Sí, es verdad, a veces es difícil porque eres el que vas a contracorriente. Pero es más fácil cuando te reafirmas en que tienes razón.
productividad
Simplificadores vs optimizadores
Scott Adams dedica en su libro «How to fail at almost everything and still win big» un apartado a tratar la diferencia entre lo que llama «optimizadores» vs «simplificadores».
El primer perfil, el de los «optimizadores», es aquel que busca aprovechar cada instante, cada oportunidad, cada detalle… para sacar el mayor partido a las situaciones. Aunque eso suponga incrementar más que proporcionalmente el riesgo de que algo salga mal o el estrés derivado de atender a múltiples circunstancias. Por contra, el «simplificador» se centra en pocas cosas a las que dedica más atención, que trata con un mayor margen de maniobra para evitar riesgos y sobreesfuerzos.
En términos paretianos, el «simplificador» es el que se queda más que satisfecho consiguiendo el 80% del resultado (que solo le ha supuesto invertir el 20% del esfuerzo), mientras que el «optimizador» es el que no acepta quedarse lejos del 100% y por ello está dispuesto a hacer ese 80% adicional de esfuerzo. Uno está tranquilo haciendo sus «vital few», mientras que el otro no descansa hasta hacer los «trivial many». El «simplificador» se ocupa de las «piedras grandes» (y las pequeñas si caben bien, y si no pues tampoco pasa nada), y el «optimizador» sufre por cada piedra que se queda fuera.
El «optimizador» es ese que tiene su agenda montada en bloques de 15 minutos, al «simplificador» le basta con tener claras sus tres o cuatro tareas importantes para el día. Al «optimizador» le gusta llegar con el culo pegado al aeropuerto, mientras habla con el móvil, mientras que el «simplificador» prefiere llegar con un buen rato de antelación y leer tranquilamente un libro mientras espera.
Notaréis, por mi forma de describirlos (y por lo que me conozcáis algunos), por cuál siento más simpatías. Yo soy claramente un «simplificador», es más, diría que estoy genéticamente incapacitado para ser «optimizador». Pasar de ese 80% a ese 100% me hace perder el interés, me desgasta, me estresa. Puedo entender (a duras penas) que haya personas distintas, y seguramente es necesario en el mundo ciertas dosis de «optimizadores»… pero yo no estoy entre sus filas.
De vacaciones con un dumbphone (after)
Este año decidí salir de vacaciones dejando en casa el smarthpone. Pasaron esos días, sobreviví (sí, claro… ¡pero había quien lo dudaba!), y éstas son algunas de mis reflexiones.
- Es sorprendente (y en cierto sentido humillante) la sensación física de que «te falta algo». Recién llegado al destino, nada más subir las maletas, me descubrí echando mano al bolsillo, y notando un punto de ansiedad al notar que el móvil «ni estaba ni se le esperaba». Nunca he fumado (y por lo tanto no lo he tenido que dejar), pero me recordé a un fumador con el mono. ¿Y todo por qué? Porque no podía cumplir con la rutina de «a ver qué ha pasado en estas tres horas». Absurdo, sí. Pero real.
- Lo bueno es que esa sensación desapareció pronto. Estás en otras circunstancias, cambias las rutinas, cambia el entorno. Más momentos de «atención no diluida» (por ejemplo, tiradas de lectura mucho más largas de lo habitual), más momentos de «sentarse sin más» (sin esa autoexigencia de «tengo que ocupar mi tiempo en algo», aunque ese «algo» fuese tan vacuo como revisar el móvil arriba y abajo). Más serenidad, menos inputs accediendo a tu cerebro.
- Aun así confieso que tuve momentos de debilidad. Llegué a configurar la cutre-conexión de mi dumbphone («solo para ver el correo»; no esperaba nada relevante, y nada relevante vino… pero era por recuperar la sensación de estar «conectado al mundo»). Joder, ¡llegué a usar el teletexto de la televisión! («solo para ver qué ha pasado en el mundo»). Las propias limitaciones de estos sistemas (aunque eh, el teletexto moló siempre) impidieron que me enganchase. Pero la cabra tiraba al monte…
- Hubo momentos en los que reflexioné sobre las cosas útiles del smartphone que me estaba perdiendo. Poder haber usado un mapa, o una información sobre algún sitio que queríamos visitar, o apuntar alguna idea que se te ocurría al vuelo… No son cosas que «necesites», pero sí que te pueden «facilitar la vida». Al final, el smartphone tiene un potencial para el bien. Y también para el «mal» (la distracción indiscriminada). ¿Es posible tener lo bueno sin exponerse a lo malo?
- También estuve pensando en esa parte «inútil». ¿Por qué siento el impulso de «estar al día» de lo que pasa en el mundo? ¿Por qué dedico tanto tiempo y atención a leer cosas irrelevantes que publica gente a la que apenas conozco? ¿Por qué siento la necesidad de hacer una foto y publicarla, de que se me venga algo a la cabeza y ponerlo en twitter, de dar mi opinión sobre cualquier cosa (sí, me descubrí varias veces pensando «¡esto merece un tuit!»). Mi yo «racional» sabe que no tiene ningún sentido. Que a (casi) nadie le importa lo que yo pueda opinar de casi nada. Que poco o nada de lo que yo lea por ahí va a tener ningún impacto en mi vida. Pero mis actos no son coherentes con mi razonamiento y he estado rascando en el «por qué», que supongo que no es muy distinto al de cualquier conducta de evasión. Porque es lo que haces: evadirte, huir a una realidad alternativa en la que tienes la falsa sensación de «estar haciendo algo» (aunque sea algo tan inane), la falsa sensación de «estar conectado» (con unas conexiones tan débiles que no soportarían un soplido), la falsa sensación de que lo que haces/piensas le importa a «la gente» (cuando en el mejor de los casos te otorgan la misma «lectura diagonal» que tú les otorgas a ellos). Y te evades ahí porque hacer cosas «de verdad» es mucho más difícil (para empezar, te obliga a pensar en qué es lo que quieres hacer, a buscar sentido a tus actos y a tomar las riendas de tu vida… con lo fácil que es dejarse llevar por la inercia…), porque tener conexiones «de verdad» es más exigente, porque asumir tu insignificancia es un golpe duro para el ego. Buf. Aquí hay tomate.
Y claro, después del experimento, toca el regreso. Y compruebas lo fácil que recaes en los viejos hábitos; porque somos animalitos de costumbres, y si quieres modificar un hábito tienes que hacer un esfuerzo consciente. Y tienes rondando en la cabeza las conclusiones que has sacado y lo que significan, pero es tan fácil sumergirse en la cómoda e inocua rutina, y tan incómodo enfrentarse a lo que estás tratando de esconder bajo la alfombra…
Me gustaría decir que he vuelto transformado. No. Va a ser más difícil que una caída del caballo a lo San Pablo. Aquí hay mucha tela que cortar.
El viejo troll que vive en el puente de las prioridades
Escuchaba hace unos días un podcast antiguo de Back to Work, en el que hablaban de prioridades. Mencionaban el de una persona que, durante una charla relacionada con este tema, decía que tenía «27 prioridades distintas». Y esta anécdota servía para abrir la reflexión de la (lógica) imposibilidad de tener 27 prioridades. Si tienes tantas prioridades es que en realidad no tienes ninguna, estás completamente desbordado y no tienes control ni dirección ninguno, eres un barco a la deriva, un pollo sin cabeza. Y encima sufrirás por la sensación de «no llegar a todo».
El caso es que no es tan difícil caer en una situación similar. El mundo está lleno de trampas que, si no gestionamos con habilidad, se convierten en compromisos que nos atenazan. Surgen en el ámbito laboral/profesional, en el ámbito de las relaciones personales, incluso en el de nuestros propios hobbies e intereses. A nada que nos descuidamos, empezamos a apilar «prioridades» que nos acaban por superar.

Se hace necesaria la existencia de un «guardián de tus prioridades». Una especie de «viejo troll que vive en el puente» (lo siento, han sido unos años duros con Dora la Exploradora; y aunque lo estemos superando ya, todavía quedan secuelas). Un ente gruñón, malhumorado, que someta a un duro escrutinio a cada nueva «aspirante a prioridad» que aparezca en el camino, y que determine si tiene entidad suficiente para convertirse en una prioridad real. Sobre todo teniendo en cuenta que el cupo de prioridades es extremadamente limitado, y que si una entra es muy posible que otra de las preexistentes tenga que salir.
«Que gran idea, ¡necesito un troll de esos!». Pues sí. La mala noticia es que no es posible contratar uno, ni a tiempo parcial ni a tiempo completo. Custodiar las prioridades es algo que solo puede hacer uno mismo.
Recuerdo que en la universidad, en la asignatura de Organización, nos hablaban de un principio llamado «unicidad de mando». O sea, que cada persona debería tener un único jefe, dueño de su tiempo y de sus prioridades, para evitar los conflictos derivados de que dos o más personas «te manden». En fin, la típica paparrucha teórica que no aguanta ni medio asalto confontada con la realidad. Quizás hubo un tiempo en el que el mundo del trabajo era así (todo perfectamente estructurado, con jefes omniscientes que controlaban cada minuto de tu jornada y decidían a qué te tenías que dedicar en cada momento). Quizás lo siga siendo en determinados ámbitos, pero sin duda cada vez más residuales. Las organizaciones son más complejas, más difusas, las tareas cambiantes, las relaciones múltiples. Y no te digo nada si encima eres un profesional independiente, con múltiples clientes, múltiples colaboraciones, múltiples proyectos…
Pero es que incluso aunque el mundo del trabajo fuese así, y durante 8 horas pudiésemos olvidarnos de gestionar prioridades porque otro se encarga de ello y nosotros somos meros ejecutores, no podemos olvidar todo lo que no es trabajo: la familia, los amigos, los intereses personales, etc. ¿Quién decide ahí?
Tenemos dos opciones. Podemos dejar el puente sin vigilancia, y que sea lo que dios quiera. Y dios querrá que los compromisos se empiecen a acumular rápidamente, al ritmo que quieran los demás. Nos sentiremos desbordados, inútiles, incapaces de cumplir con todos. Será imposible mantener el foco, estaremos dispersos, y nos resultará difícil alcanzar resultados. Nos pasaremos el día apagando fuegos, y aun así no podremos evitar quemarnos. Por mucho que nos esforcemos, acabaremos quedando mal con mucha gente, y sintiéndonos un fracaso.
O bien podemos ponernos nuestro traje de troll, y dar el alto a cualquiera que pretenda pasar el puente. ¿A qué has venido? ¿Qué quieres de mí? Un examen exhaustivo. Pero claro, necesitaremos tener clarísimos cuáles son los criterios de admisión, aquello que Covey llamaba «empezar con un fin en mente». ¿Qué tiene que suceder para que algo se convierta en prioridad para nosotros? ¿Cómo afecta a las prioridades que ya tenemos definidas?
En este escenario, tenemos que tener clara una cosa: muy pocas prioridades van a cruzar el puente. Así que el troll (o sea, nosotros mismos) vamos a tener que decir NO un montón de veces, a un montón de propuestas, compromisos y exigencias más o menos veladas. De gente desconocida, y de gente cercana. Y decir NO suele ser una fuente de conflicto, es realmente incómodo para nosotros, genera frustración en los demás. Habrá quien lo acepte, y habrá quien insista. Habrá quien nos entienda, y habrá quien se enfade con nosotros. Se puede intentar hacer de la mejor manera posible, pero al final, por mucho que lo endulcemos, un no es un no. Nadie dijo que ser el viejo troll que vive en el puente fuese un rol agradable. Pero alguien tiene que desempeñarlo, si no queremos las consecuencias del párrafo anterior. Y ese alguien somos nosotros, nadie va a venir a hacerlo en nuestro lugar. «Susto o muerte», que decía el chiste.
Al final el troll debe tener un único objetivo: que las prioridades sean prioridades de verdad, que los compromisos sean verdaderos compromisos, y que nos sirvan para conseguir nuestros objetivos.
Vital few, trivial many… o priorizando que es gerundio
Venía escuchando en el coche el segundo episodio del podcast SatoriTime que, en esta ocasión, estaba centrado en el principio de Pareto. Durante la charla, mencionaron una frase acuñada por Joseph M. Juran para referirse a este fenómeno: «The vital few and the trivial many». Me gustó por lo ilustrativa que resulta; lo poco relevante, frente a lo mucho insustancial. El grano frente a la paja.
Así que me pasé el resto del viaje pensando una forma de representar esta frase… y cuando llegué al ordenador, me puse a «diseñar» este cartel. Un «vital few», rodeado de un montón de «trivial many». Un recordatorio de que, en casi todos los aspectos de la vida, no todo tiene la misma relevancia; y que hay que centrarse primero en lo más importante.

El esqueleto de las ideas
El otro día surgió una conversación interesante en el trabajo. Era una charla de pasillo, pero derivó en un cruce de reflexiones e ideas con bastante chicha. «Deberíamos hacer esto…», «pues no estaría mal enfocar las cosas por esta vía…», «es algo que deberíamos plantearnos…»
Lamentablemente las ideas o las atrapas o se pierden. Eché en falta en ese momento disponer de un «esqueleto de las ideas». Una estructura de «qué es lo que queremos hacer, cuáles son las líneas de acción principales»; una base sobre la que ir colgando las nuevas ideas que puedan ir surgiendo, en la que poder relacionar unas ideas con otras, sobre la que poder tener una visión global, priorizar… Igual que el esqueleto de los seres vertebrados es sobre el que se sostiene todo el cuerpo.
La cuestión es que este esqueleto no surge «de la nada». Es necesario hacer un proceso inicial de construcción (lo que sería la «reflexión estratégica»… ¿cuáles son a grandes rasgos nuestros objetivos, nuestras líneas de acción?). En definitiva… ¿cuál es nuestro esqueleto?
Y a partir de ahí, también es necesaria una sistemática de captura y tratamiento de ideas. Cada vez que surja una iniciativa nueva… ¿cómo encaja con lo que ya tenemos? ¿cuál es su lugar, cómo se relaciona con lo demás? ¿qué (y cómo, y cuándo) vamos a hacer con ella?
En el fondo, es exactamente el mismo proceso que defiende el método GTD para la productividad personal, pero aplicado a un colectivo. Este esqueleto debe ser compartido y conocido por todos «en tiempo real», para que así todo el mundo vea el sentido global de lo que se está haciendo.
De otra forma, las ideas son solo eso… flashes que en un momento determinado pegan un destello e inmediatamente se pierden en un caos de iniciativas desestructuradas.
Reduce tu lista de tareas… ¡sin hacer nada!
Seguro que, si tienes una lista de «próximas tareas», alguna vez te ha pasado: tienes la sensación de que la lista crece y crece sin remedio. Cada vez que la repasas, ves elementos que ya viste otras veces, y que siguen allí, inasequibles al desaliento. Si están en esa lista es porque «deberías hacerlas» y sin embargo, por unas cosas o por otras (y qué buenos somos encontrando justificaciones) las dejamos para otro momento. Procrastinando que es gerundio.
Y sin embargo, hay una fórmula infalible para despejar la lista de tareas. ¡Y sin hacer ninguna de ellas! Porque en realidad se trata, precisamente, de no hacerlas.
Efectivamente, si vamos cogiendo una a una las tareas de la lista, y nos preguntamos «¿realmente voy a hacer esta tarea en cuanto pueda?», descubriremos que en muchos casos la respuesta (si somos sinceros) es NO. Puede que no tengamos claro el contenido, puede que no esté bien definida, puede que nos falte hacer alguna cosa previa, puede que no dependa de nosotros. O puede que sea una tarea que no queremos afrontar, con la que no nos atrevemos. O directamente que no sepamos qué pinta ahí, porque en realidad no nos importa un comino, no estamos comprometidos con el resultado que se supone que esa tarea nos va a proporcionar. En cualquiera de esas circunstancias, debemos hacer desaparecer esa tarea de ahí. La lista de «siguientes acciones» no es su sitio.
Y es que la lista de «siguientes acciones» sólo debería contener elementos que efectivamente vayamos a hacer, que estén claras, cristalinas, que sean acciones físicas perfectamente definidas, que sirvan a objetivos con los que estemos realmente comprometidos. En definitiva, elementos que no nos generen ni la más mínima duda cuando nos los encontremos. Es entonces cuando la lista de «siguientes acciones» se convierte en una herramienta realmente productiva que nos permite ir una por una, pim, pam, pim, pam, ejecutando lo que previamente hemos pensado.
Mezclar pensar y hacer es una trampa para la productividad. Si cuando nos ponemos a hacer empezamos a replantearnos (de forma consciente o inconsciente) el listado de tareas, mal vamos. Lo único que cabe cuestionarse en ese punto es si disponemos del tiempo, la energía, o el contexto necesario para hacerlo. Pero nada más.
Desde luego, mi lista de siguientes acciones necesita de ese análisis crítico, de esa liposucción que la limpie y la despeje, y la deje como debe estar: llena de tareas preparadas para ser hechas.
La procrastinación como síntoma
Hace unas semanas iniciaban Homominimus y Entusiasmado una aventura podcastera llamada Satori Time. Y lo hacían con un capítulo dedicado a la procrastinación. Ese bonito «palabro» que define el comportamiento de «dejar las cosas para más tarde». Pero como bien decían durante el podcast, esa dilación no es el resultado de una decisión plenamente consciente («esto no lo voy a hacer ahora, lo haré en otro momento»). Si fuera ese el caso, no nos generaría ningún estrés; hemos valorado pros y contras y hemos asumido un compromiso con una fecha futura.
No, el problema de la procrastinación es que no es el resultado de una decisión consciente. Hemos asumido un compromiso (con nosotros mismos, o con otros), y lo estamos incumpliendo. «Debería estar haciendo algo que no estoy haciendo». Y eso nos provoca una sensación de inquietud, de ansiedad, de estrés, de sufrimiento.
La cuestión es… ¿por qué lo hacemos? ¿por qué incumplimos esos compromisos?
Ahí es donde hay que incidir. Igual que la fiebre no suele ser en sí un problema, sino el reflejo de una enfermedad subyacente, la procrastinación no es un problema en sí mismo (aunque nos haga sufrir) sino la expresión de un problema más profundo que es lo que hay que atender.
Procrastinamos porque los compromisos y prioridades que nos marcamos no son reales. Puede ser que nuestra mente racional nos autoimponga hacer algo, o puede ser una imposición externa. En cualquier caso, el problema es que en el fondo de nuestra mente no estamos convencidos de que esa obligación, esa prioridad, lo sea en realidad. Así pues, siempre encontramos la forma de «escaquearnos». Y además, para evitar quedar en evidencia, nosotros mismos nos encargamos de fabricar nuestras justificaciones («es que no tengo tiempo», «es que tenía mucho lío») que enmascaran la realidad.
¿No habéis tenido nunca esa sensación de que, cuando realmente quieres hacer algo, encuentras tiempo a pesar de todo? Las potenciales distracciones son las mismas de siempre, y sin embargo las apartamos de un plumazo para hacer lo que realmente queremos hacer; mientras que si es una prioridad falsa, encontramos una y mil justificaciones que explican por qué no lo hemos hecho. Hay una cita atribuída a Gandhi que viene a decir que «tus acciones reflejan tus prioridades». Da igual las que tú digas que son: el movimiento se demuestra andando. Dicho de otro modo: «si no está hecho, es que no es una prioridad real».
Por lo tanto, si percibimos que estamos atravesando una etapa donde la procrastinación es abundante, debemos analizar con atención y con sinceridad cuáles son nuestros compromisos y prioridades «teóricos», y hacerles pasar la prueba del nueve: ¿realmente quiero hacer esto? Si no quiero… entonces debería tomar decisiones al respecto. Porque en la inmensa mayoría de los casos, se pueden tomar decisiones, aunque sean duras (y probablemente lo sean… si no, no pasaríamos tanto tiempo engañándonos a nosotros mismos y evitándolas con mil justificaciones). De esta forma, renegociamos los compromisos con nosotros mismos, y nos limitamos a lo que realmente queremos hacer; y los que no queremos hacer dejan de ser un fantasma que nos atormenta.
Y si por alguna circunstancia después de ese análisis consideramos que hay cosas que aunque no nos apetezcan debemos hacer… pues entonces hay que ser consecuente, y afrontar ese compromiso con estoicismo: se hace, y punto. Al menos, sabremos el «por qué» lo hacemos.
El trabajo como reacción vs crear tu trabajo
Hay trabajos que son esencialmente reactivos: tanto si alguien «tira de ti», como si te «empuja», la definición de cuáles son tus tareas viene marcada por otros. El caso extremo es la cajera de supermercado: tú estás en tu posición, los clientes van viniendo, y tú les vas cobrando. O la cadena de producción, con una cinta en la que las piezas van pasando por delante de ti y tú tienes que hacerles tal o cual manipulación. O atiendes incidencias que entran en tu buzón, o llamadas que te va lanzando el sistema de telmarketing, o reuniones a las que te convocan, o llamadas que te hacen. En todos los trabajos hay una parte así, y en muchos puede ser el 100% del contenido.
Que sean reactivos no quiere decir que sean fáciles, no nos equivoquemos. Estas tareas pueden ser duras, complejas, inciertas. Pueden generarse a un ritmo que te resulte difícil o imposible de gestionar sin verte desbordado, puedes tener problemas a la hora de priorizar. No es un escenario idílico.
Sin embargo, cuando estás en esta situación hay una cosa de la que no tienes que preocuparte: del «papel en blanco», de ser tú el que defina qué hacer, cuándo y cómo hacerlo. Son otros los que te marcan el ritmo.
¿Qué pasa cuando eres tú el que tiene que tomar esas decisiones? Lo cierto es que hay dos formas de verlo, una más positiva, y otra menos. Dos caras de la misma moneda.
En positivo, podríamos decir que estás en el «nirvana de la productividad». No estás sometido a tiranías externas, eres tú mismo de acuerdo a tus prioridades quien determina a qué dedicas tu tiempo, qué quieres impulsar. No hay interrupciones, no hay «ladrones de tiempo», solo tú. Una idea bonita, sin duda. Y sin embargo…
Como ya dije hace tiempo, «ser productivo da vértigo». Cuando tú estás a los mandos, cuando tú tomas las decisiones… no hay nadie al lado hacia el que girarnos y preguntar «bueno, ¿y ahora qué toca?», nadie que te marque el ritmo, nadie que decida por ti. Te asaltan las dudas, dudas sobre si debes hacer A o B, o peor aún, sobre por qué hacer A o B. El día es largo, y las oportunidades para replantearse lo que estás haciendo son muchas. Hacen falta buenas dosis de confianza en uno mismo, de capacidad de gestionar tu foco, de compromiso y motivación. Sí, es verdad, tienes en tus manos un gran poder… y la responsabilidad que viene con él.
Y ante esa presión, a veces echas en falta el «burladero» que son las tareas generadas por otros. Una agenda cargada de reuniones, una bandeja de entrada a rebosar de «pendientes de responder», unas cuántas llamadas que devolver, un jefe microgestor, deadlines imperativos. Aunque supongan andar todo el día «con la lengua fuera», o «no llegar a todo», o «currar muchas horas». Al fin y al cabo, siempre puedes echar la culpa a los demás («joder, es que me convocan a muchas reuniones» o «con tanto correo yo no puedo hacer nada» o «estas fechas de entrega son imposibles de cumplir»). Y así te quitas de encima esa otra presión, más profunda, que nace cuando eres tú quien marca el camino.
De hecho, estoy convencido de que hay mucha gente que, aunque se queja de que «entre unas cosas y otras no tengo tiempo para nada», en el fondo se encuentra «calentito» con esa forma reactiva de trabajar. Y que de una manera más consciente o más inconsciente, llenan su día de «trabajo generado por otros» para evitar tener que enfrentarse a las dudas.
Y en esas estamos. Delante de un papel en blanco, siendo consciente de la suerte que supone poder ser yo quien defina mi trabajo, y sufriendo a la vez el vértigo de tener que hacerlo.
Otra forma de trabajar en la oficina debe ser posible
Voy a hablar de mí, aunque creo que mi razonamiento puede ser extrapolable a muchas otras personas, miembros de esa casta que podríamos llamar «trabajadores del conocimiento». Ya sabéis, el mundo de los cubículos y los depachos, las reuniones y largas jornadas sentados en un escritorio, con un trabajo que no es repetitivo/mecánico sino que tiene mucho que ver con planificación, gestión, seguimiento, a veces incluso algo de creatividad…
Mis días de oficina (cuando voy a la oficina; luego hago mención a los días que trabajo en casa) tienen dos componentes. Por un lado, sentado en un escritorio delante del ordenador; ahí hago el trabajo que tiene que ver con elaborar informes, con hacer seguimiento, con responder emails (uy, ¿eso es un trabajo?), con planificar proyectos… Y luego hay otra parte, el mundo de las reuniones, que se desarrolla en salas al efecto; algunas de ellas productivas (te juntas con la gente que te tienes que juntar, tienes claro los temas que tienes que resolver, pim, pam, y en seguida has terminado) y muchas otras no. Entre ambas situaciones, aderezadas con la relación social (conversaciones de trabajo o de no trabajo, chascarrillos, etc.) consumen el 99% del tiempo que pasa entre que llegas por la mañana y enciendes el ordenador, y que te vas por la tarde.
Y yo confieso: no es una situación que me guste. Es más, me frustra bastante.
Una de las cosas que me da rabia es la suma de horas con el culo pegado a la silla. Cada vez son más las voces que se alzan para avisar de que pasar tantas horas sentado es muy malo para el cuerpo. Sedentarismo y obesidad, problemas musculares y de articulaciones… de esas cosas que no notas mucho en el día a día, pero que tienen un brutal efecto acumulativo. Yo noto particularmente el impacto en la energía… ¿cómo puedes acabar cansado de estar sentado? Pues sucede.
Hay alternativas, claro. Desde gente que promueve escritorios de pie (incluso ligados a una cinta de andar), a gente que fomenta reuniones de pie o incluso dando paseos. Es decir, puedes hacer el trabajo que tienes que hacer sin necesidad de estar sentado, y no pasa nada.
Otra cosa que me molesta es la sobreutilización del ordenador. Si te pones a pensar, ¿qué porcentaje de tu jornada realmente necesitas el ordenador? Hay muchas tareas que podrías hacer sin él. Y sin embargo lo tienes ahí, enfrente, abierto y encendido. Y mitad queriendo y mitad sin querer acabas usándolo más de lo que deberías, y en muchísimos casos para cosas que no te aportan nada. A veces desearía tener un espacio y tiempo alejado del ordenador, romper esa inercia.
No me gusta tampoco la idea de tener tu «espacio asignado». Me gustaría disponer de espacios multidisciplinares, a los que poder acceder según las necesidades. Porque tampoco el 100% del tiempo «estar sentado en tu silla» es lo que te va a permitir trabajar mejor. A mí, por ejemplo, me gustaría poder dedicar más tiempo a leer (artículos, libros, etc.), pero «sentado en la mesa» no me sale. Me gustaría tener un sofá en el que poder leer tranquilamente, con una libretita para ir anotando ideas. A veces lo que necesitaría sería una gran pared en la que ir colocando postits, en la que poder coger distancia para ver el cuadro global, o acercarme para ver los detalles. A veces necesitaría una mesa despejada en la que poder extender un montón de papeles. Pero como tienes «tu sitio»… y si no estás en «tu sitio»… ¿qué estás haciendo?
Tampoco vivo bien esa distinción entre «tiempo de trabajo» y «otras cosas. Parece que por el hecho de estar en la oficina tienes que «estar trabajando» (además, con una visión muy concreta de lo que es «estar trabajando»). Y sin embargo, la realidad en este tipo de trabajos es que es muy difícil separar tiempo de trabajo y tiempo de «otras cosas». A veces se te ocurren ideas cuando estás en casa, y a veces necesitas «desconectar» cuando estás en la oficina. De hecho, nuestros cerebros no están hechos para mantener determinado tipo de foco de forma constante, necesitamos cambiar de tipo de actividad, a veces a cosas que directamente son evasión. Pero no basta con «entrar en Facebook», a veces hay que darse un paseo, o jugar, o moverse, o dedicar tiempo a otras áreas del cerebro (pintar, tocar música). O meditar. O echar una cabezadita. Pero ponte a hacerlo en la oficina… De hecho es que a veces «ir a la oficina» directamente no te aporta nada. Y sin embargo, como es «lo que toca»…
¿Y por qué no cambiar, no hacerlo de otra forma? A veces es pura inercia; hay varios comportamientos de los arriba citados que simplemente es cuestión de cambiarlos. Por ejemplo, quitar el ordenador de enmedio salvo que vayas realmente a usarlo. O irte a otra ubicación si necesitas cambiar el entorno. Y sin embargo, cuesta primero ser consciente y segundo acabar con el hábito. También influye el entorno físico, cómo estén diseñadas las oficinas. ¿Hay espacios para sentarse a leer, o para reposar? ¿Cómo son las salas de reuniones? ¿Hay sitios donde podrías trabajar de pie? Y por supuesto no podemos olvidarnos de la presión social: ¿qué pensaría la gente si te ve, por ejemplo, sacando una guitarra? ¿o sentado en un sofá simplemente leyendo? ¿o echando una cabezadita? ¿o haciendo unos ejercicios de estiramiento? ¿qué pasa el día que no estás en la oficina, o el que te vas a mediodía? A mí hay veces que se sonríen cuando me pongo a garabatear cosas en una hoja, o cuando cojo un papel para hacer una pajarita…
Curiosamente yo tengo la oportunidad de trabajar algunos días en casa, y de poner en práctica algunas de estas ideas. Si quiero leer un rato, me siento en el sofá con la tablet y santas pascuas. Dedico un rato en el día para salir a dar un paseo, estirar las piernas y que me dé el aire. Cuando estoy atorado, salgo al balcón a mirar las plantas, o cojo la guitarra y hago unas escalas. En definitiva, voy probando cosas. Y aun así, hay ratos en que siento una invisible (porque no hay nadie que me vigile) presión para estar «sentado delante del ordenador» porque «debes estar trabajando».
Definitivamente, hay otras formas de trabajar. Debe haberlas. Porque son buenas para las personas, pero estoy convencido de que también lo son para la productividad y creatividad. Hay que romper con ese paradigma que implica que todo lo que no sea «estar sentado frente al ordenador» no es trabajar. Pero los primeros que tenemos que romper con ello somos cada uno de nosotros, y creo que es el paso más difícil. Hace años hablaba de la «oficina del futuro«, pero creo que los que tenemos que conquistar ese futuro somos cada uno de nosotros, haciendo evolucionar nuestros espacios de trabajo y nuestras formas de trabajar.