Una tarea al día. Nada más

Un post reciente de Tim Ferriss me ha recordado una idea que me quedó colgada hace tiempo (de hecho, he tenido que repasar las entradas del blog porque he llegado a pensar que ya la había escrito). Estaba con mis lecturas sobre productividad (y ahora, pasado el tiempo, no sé bien cuál era el origen), y se hablaba de las «tareas clave». Se suele denominar «tarea clave» a aquella que supone un avance significativo hacia nuestros objetivos, que suponen una diferencia real, en contraposición al resto de tareas con las que llenamos nuestros días y que, entre imposiciones de terceros y nuestra propia falta de rumbo y/o decisión, acaban siendo infinita mayoría.
Si uno lo piensa bien, es absurdo. La realidad es que en una gran mayoría empleamos nuestro tiempo en cosas que no tienen ninguna relevancia, que no nos llevan a ningún sitio. Luego nos quejamos de que no avanzamos, de que no «logramos nuestros objetivos». ¿De quién es la culpa? Sí, vale, «la vida», «la sociedad», y todas sus «obligaciones» (¿lo son, o dejamos que lo sean?) pueden robarnos mucho tiempo. ¿Pero de verdad no somos capaces de dedicar una puta hora de nuestro día a hacer algo siginificativo, una de esas tareas clave que nos hagan de verdad avanzar?
Piénsalo. Piensa en una hora al día. Incluso menos. El tiempo necesario para hacer una tarea clave. No dos, ni tres. Una, nada más. Eso suman 365 tareas clave a lo largo del año. De verdad, trata de imaginarlo. ¿Cómo puede llegar a cambiar tu vida simplemente haciendo una tarea relevante al día? ¿En cuántos ámbitos, y con cuánta profundidad? ¿Dónde te ponen esas 365 cosas que haces en un año? ¿Y en diez?
Pero no es fácil, claro. Para empezar, hay que saber lo que uno quiere. Luego, identificar qué acciones nos van a llevar hasta allí. Y finalmente, hacerlas… que suele ser lo más difícil, lo que nos da más miedo, lo que nos acaba echando para atrás. De ahí que prefiramos «dejarnos aplastar» por el día a día, escondernos en acciones intrascendentes para evitar el vértigo mientras nos lamentamos amargamente de que «no tenemos tiempo», de lo difícil que es nuestra vida y bla, bla, bla. Luego se pasan los años, y nos quejaremos de que no pudimos hacer tantas cosas… pero lo cierto es que no quisimos hacerlas, no nos atrevimos a hacerlas. El compromiso con una determinada decisión se demuestra, precisamente, a través de la acción: si no hubo acción, es que no hubo compromiso real.
Como rescataba de El Ala Oeste hace un tiempo, tenemos por delante 365 días. ¿Tenemos claro qué única tarea significativa vamos a hacer cada uno de ellos? Si la respuesta es NO… ¿a qué esperamos?

Delegar tareas de mierda

El otro día leía una entrada en El Canasto, «Los 3 pasos para conseguir el equilibrio entre vida y trabajo«. En él, dice Jeroen Rosa Ortiz (que escribía un post invitado): «me costó años darme cuenta de que me empeñaba en ‘retener’, en ocuparme cosas que no eran ni tan útiles ni tan importantes como yo pensaba. Tus empleados, becarios, compañeros… son un recurso a tu alcance que puedes usar».
Realmente, un principio básico de la productividad es distinguir entre lo que merece la pena hacerse y lo que no. Lo ideal, como también se plantea en «Getting Things Done» o en «Los 7 hábitos de las personas altamente eficaces», es saber a dónde quieres llegar, qué cosas son importantes para ti… y dedicarse a hacer cosas que nos acerquen a ese destino. Al resto de cosas hay que decir directamente que no, o en el peor de los casos decir que sí pero delegándolo siempre que podamos.
La cuestión es que siempre va a haber una serie de «tareas de mierda» («ni tan útiles ni tan importantes») que hay que hacer sí o sí (porque nos obligan, porque no queda más remedio). Y aquí es donde al consejo de Jeroen Rosa se le puede buscar una vuelta: los empleados, becarios, compañeros (yo incluyo proveedores también, por ejemplo) son recursos que puedes usar para endosarles esas «tareas de mierda» que a ti te resultan tan improductivas, tan desalineadas con tus objetivos vitales. ¿Y qué pasa? ¿Que para ese compañero, empleado, becario, proveedor… esa tarea se transforma en significativa, les permite la plena realización? La probabilidad es pequeña. Lo más seguro es que sea para ellos también una «tarea de mierda». A lo mejor ellos tienen suerte y también consiguen endosárselo a alguien más. Pero al final de la cadena, siempre habrá alguien que tenga que ejecutarla.
Al final, las «tareas de mierda» constituyen un producto de mercado. Existe una oferta y una demanda. Siempre acabará habiendo alguien que las ejecute. A lo mejor hay un porcentaje de gente que lo hace con gusto, y que se siente realizada con ello (lo que para mí es una «tarea de mierda» a lo mejor para otro es una vocación: win-win), pero probablemente muchos otros lo hacen por una recompensa («porque me pagas»), o por una amenaza («si no lo hago me despides»)… que podemos decir que es una forma de «lograr sus objetivos» (no por la propia ejecución de la tarea, sino por el dinero que se recibe a cambio), pero claro, no es lo mismo.
Y esto desmonta un poco esa visión «idealista» de «hacer sólo las tareas que te realicen». Todos, en un momento u otro, nos vemos desarrollando «tareas de mierda». Porque todos somos, en algún momento, ese empleado, becario, compañero, proveedor… al que le endosan algo que otro no quiere hacer.

Cosas que te hacen sentir improductivo

Extraídas de este artículo sobre «nuestras obsesiones con la productividad«:

  • Que te interrumpan cuando estás intentando centrarte en algo
  • Que tengas que dejar a medias una tarea que estás a punto de terminar, aunque sólo sea un momento
  • Que algo te impida actuar de la forma más eficiente posible
  • Perder tu trabajo, por poco que sea, por un cuelgue del ordenador
  • Tener la sensación de que otras personas alrededor son más productivas que tú mismo
  • Tener varias tareas sin terminar a la vez
  • Sentir que mis acciones deberían estar dando algún tipo de fruto
  • No tener claro en qué se supone que debería estar trabajando
  • No saber cuál es el propósito de mi trabajo
  • Dejar de sentirme inspirado por cosas que antes sí lo hacían
  • Saber que la tarea que tienes entre manos no tiene ningún impacto relevante

Es curioso. La lista, según la lees, tiene un carácter de «profundidad creciente». Las primeras tienen que ver con lo que yo llamo «productividad de bajura», esa que tiene que ver con los atajos de teclado, el aprovechamiento de cada bloque de cinco segundos para «hacer cosas», la obsesión por la microeficiencia, el conseguir outputs con la mínima cantidad de recursos. Que por supuesto es productividad, claro, y si alguien está con ese chip resulta muy molesto que te distraigan.
Pero la lista, a medida que va descendiendo, pasa a la «productividad de altura». La que tiene que ver con los «para qués», con hacer lo que debe hacerse, lo que es importante, lo que tiene un impacto. La que, al menos a mí, más me duele. Y más me hace pensar.
Como suele decirse…

Nada hay más improductivo que hacer de forma eficiente lo que no merece la pena ser hecho

Autocrítica GTD: examen de conciencia, contrición, propósito de enmienda

Ya he hablado en varias ocasiones del método GTD, el sistema/esquema de productividad elaborado por David Allen, y de cómo encuentro que resulta muy útil para organizarse a la gente como yo. Llevo ya un tiempo explorando esta metodología, trabajando con ella, y he decidido hacer un alto en el camino para hacer «examen de conciencia»; se trata de mirar para atrás, y hacer autocrítica para mejorar la eficacia del sistema.
He identificado los siguientes puntos de mejora. Los he planteado «de más concretos a más difusos»:

  • Me cuesta hacer: el sistema se llama «getting things done», y me doy cuenta de que en muchas ocasiones a mí me cuesta lo del «done». El libro establece que hay momentos para recopilar, momentos para procesar… y que eso debe habilitarnos a tener momentos para hacer, en los que cojamos nuestra lista de «siguientes acciones» y vayamos abordándolas sin más, pim, pam, una tras otra (según el contexto, la energía, la prioridad…). Lamentablemente, yo me descubro muchas veces cuestionándome mi lista; «esto no sé si me apetece», «esto debería plantearlo de otra forma» (y por lo tanto dejo de «hacer» para «replantear»). Esto probablemente sea un síntoma de que no estoy haciendo las cosas bien, de que mi lista no está bien construída (más que de una inadecuada gestión de interrupciones, por ejemplo, que creo que es algo que tengo bastante acotado… al final me descubro muchas veces buscando interrupciones/entretenimiento para no hacer lo que se supone que debería hacer).
  • A lo mejor parte del problema del «hacer» está en que me resulta poco natural definir las «acciones» con la precisión recomendable. El sistema identifica «acción» con «tarea física», y muchas veces yo no llego a ese nivel de detalle. Por ejemplo, ahora mismo en mi lista hay un «Preparar viaje Londres»… probablemente sea susceptible de ser mucho más concretable en acciones más detalladas, individualizables… y ejecutables (p.j. «Descargar una guía de viajes sobre Londres» o «Hacer brainstorming de cosas que quiero ver en Londres» o «Revisar info de tickets de transporte público para turistas»). Llegar a ese nivel de detalle es una costumbre que se me resiste.
  • La revisión semanal es una de las piedras angulares del sistema, el espacio de tiempo en el que revisas todos tus proyectos, valoras su vigencia, y te aseguras de que todos tienen bien definidas las «siguientes acciones». Mi problema: me cuesta encontrar el momento para hacer la revisión semanal y, en consecuencia, no lo hago de forma sistemática. Los viernes suelo estar con pocas ganas de repasar. Los fines de semana siento que estoy invadiendo mi espacio de ocio/descanso/familia. Los lunes por la mañana a la que te descuidas te ves metido ya en la dinámica del día a día y has perdido la ocasión. En consecuencia, voy haciendo «revisiones parciales» (p.j. cuando sucede algo que me sugiere replantear un proyecto), pero sin el nivel de «horizontalidad» suficiente; de nuevo, mezclando el «revisar» con el «hacer» y con el «procesar».
  • Los «proyectos» son otro de los pilares del sistema, entendidos como «cualquier objetivo que requiera más de una acción física para ser completados». Esta visión de proyecto tan exigente reconozco que en muchas ocasiones me da pereza… y por lo tanto probablemente tenga catalogados menos proyectos de los que realmente tengo en mente (y algunos se queden «disfrazados» de acciones mal definidas, como decía más arriba). «¿Cómo voy a hacer de esta chorrada un proyecto? Yo ya sé lo que hay que hacer, no hace falta».
  • Otro punto que me resulta difícil: transformar las «áreas de interés» en proyectos concretos. Por ejemplo, tengo interés en la música. De hecho, tengo un proyecto definido como «Música». ¿Y eso que quiere decir? Pues nada, en realidad. «Música» es un área de interés que además es un tanto difusa (porque me puedo referir a mejorar mis conocimientos de teoría musical, o a mejorar mi habilidad con la guitarra). La cuestión es que, incluso aunque tuviera clara el área de interés… me cuesta definir el proyecto. Digamos que pongo «Aprender a tocar la guitarra»… ¿cuál es mi «visión del éxito» de ese proyecto? ¿cómo lo traduzco a acciones concretas, ejecutables, que pueda y quiera hacer? La cuestión es que, mientras no lo haga, no voy a conseguir nada… y tendré eso como un «hilo pendiente» de forma permanente.
  • Lo cual nos lleva a un tema mucho más profundo: el compromiso. Getting Things Done enfatiza mucho ese aspecto: nuestras listas deben ser el reflejo claro de nuestro compromiso real y sincero con las cosas. Porque nuestro cerebro, nuestra motivación, no se deja engañar por nuestra palabrería. Hay una serie de cosas (normalmente pocas) con las que nos sentimos realmente comprometidos. Y luego hay otro montón de cosas que bien sea por quedar bien con otros, bien sea porque nos autoconvencemos a nosotros mismos de que «está bien querer hacerlo»… acabamos incluyendo en nuestras listas sin que realmente tengamos una motivación profunda para abordarlas. Un ejemplo: tengo como proyecto «Aprender chino», incluso tengo definidas unas acciones concretas… pero cuando llego a ellas en la lista, siempre me da pereza. ¿Por qué sigo engañándome? ¿Realmente quiero «Aprender chino»? ¿O es algo que puse «porque estaría bien», pero con lo que no siento ningún compromiso? Tengo la sensación de que debo ser mucho más sincero conmigo mismo respecto a lo que realmente quiero hacer, y poner cosas en mi lista sólo y únicamente cuando ese compromiso es verdadero y firme.
  • Dejo para el final lo que probablemente sea la madre del cordero: la visión de alto nivel. ¿Hasta qué punto estoy dirigiendo mis pasos hacia donde quiero ir (en el trabajo, en las relaciones personales, en el desarrollo individual)? ¿Cuántos de los compromisos que he adquirido con otros o conmigo mismo responden a una visión, a un plan… y cuántos son producto de la inercia? A lo mejor el problema del compromiso que mencionaba en el párrafo anterior tiene que ver con esto. A lo mejor hay que empezar a rascar aquí, en la visión más general, para luego ser capaz de definir proyectos que realmente te creas, que realmente te apetezca hacer. A lo mejor entonces es más fácil definir acciones, realizar revisiones semanales y, en última instancia, «get things done».

En fin, leyendo esta autocrítica alguien podrá pensar… «coño, ¡si es que no haces nada bien!». Visto así, realmente lo parece. Sin embargo, tengo la sensación de que voy avanzando. Toparme con estos problemas, llegar a identificarlos, es un signo de que he empezado a andar el camino, de que me he tropezado, y de que estoy aprendiendo en primera persona. ¿La «siguiente acción»? Mejorar.

Getting things done y los trabajadores del conocimiento

Leí «Getting Things Done» de David Allen hace ya un tiempo. De hecho, lo releo con cierta frecuencia, y recientemente lo he re-escuchado (lo conseguí en audiobook… una forma muy interesante de aprovechar las idas y venidas en coche, frente a la dicotomía de la música o las tertulias radiofónicas). Me gusta el método, procuro aplicarlo lo mejor que puedo (con algunas partes me peleo más que con otras), y creo que en general me ayuda a tener el control sobre todo lo que tengo que hacer.
Probablemente una de las cosas que más haya «resonado» en mí, que más me haya hecho identificarme con el método GTD, es su adaptación al perfil del «trabajador del conocimiento». Cita David Allen a Peter Drucker en el libro:

In knowledge work… the task is not given; it has to be determined. ‘What­ are the expected results from this work?’ is the key question in making knowledge workers productive. And it is a question that demands risky decisions. There is usually no right answer; there are choices instead. And results have to be clearly specified, if productivity is to be achieved.»

Cuando uno se dedica a lo que yo me dedico, la sensación de incertidumbre acerca de tu trabajo es constante. Tienes uno o varios proyectos paralelos, en los que en mejor de los casos hay un objetivo difuso. Sabes que tienes que hacer cosas, pero no tienes muy claro por dónde avanzar. Para colmo, las circunstancias cambian de un día para otro, nuevos inputs, nuevas prioridades, nuevos proyectos que entran en colisión. Aguas turbulentas. En estas circunstancias, es facil sentirse abrumado, superado por la bola de «stuff» (que llama Allen), de cosas a las que sabes que tienes que ponerte, pero no sabes muy bien cómo.
En este sentido, el planteamiento de GTD siento que me ayuda en dos ámbitos:

  • Por un lado, su enfoque de «planificación natural» ayuda a clarificar en cierta medida ese batiburrillo que tienes en la cabeza. Te obliga a individualizar cada proyecto como un «estado deseado de las cosas». Te obligas a «visualizar» el resultado. Te obligas a identificar al menos unos primeros pasos para avanzar. Posiblemente, a poco complejo que sea el proyecto, no puedes determinar todas y cada una de las tareas que conllevará… pero no importa. El elefante hay que comerlo a trocitos, el viaje más largo empieza con un primer paso, etc… así que en la medida en que al menos has identificado al menos una «próxima acción» que te acerque al objetivo final (aunque no sea en línea recta), estarás mejor de lo que estabas. Ya tienes por dónde empezar, y ya llegará el momento de ver cuál es el siguiente paso. De momento, a avanzar.
  • Por otro lado, su rutina de «revisión semanal» permite realizar una visión horizontal de todo lo que tienes encima de la mesa. Aquí es donde puedes ver si hay nuevos proyectos que entren en conflicto con los que ya tenías, si ha variado la importancia relativa de alguno de ellos, incluso si alguno se ha caído. Como dice el libro, «renegocias tus compromisos». Es como replegar a tu ejército para pasar revista, y decidir qué batallas vas a afrontar en los siguientes días, y cómo lo vas a hacer.

Ambos procesos (el de planificación de cada proyecto – visión vertical – y el de la revisión – visión horizontal) son iterativos. El objetivo no es hacerlo una vez de forma perfecta, sino hacerlos cada vez que sea necesario, reajustar todo lo que sea necesario reajustar, y sobre todo clarificar el conjunto de «próximas acciones» que vas a empujar. Cada vez que te entren dudas, vuelves «a boxes», piensas, reorganizas… y cuando lo tengas lo suficientemente claro vuelves a la carretera a dar pedales. A hacer.
Porque a medida que vas haciendo, los proyectos van tomando forma. Las incertidumbres se despejan, y quizás surjan otras nuevas. Los objetivos se van clarificando. Cada vez estarás más cerca de conseguirlo. Posiblemente, cuando mires hacia atrás, verás que has dado algún rodeo que otro, que no has sido tan eficiente como podrías haber sido, incluso en ocasiones que has llegado a trabajar para nada. Es facil decirlo a toro pasado, con toda la información en la mano. Pero esa no es nuestra realidad. Tenemos que hacer lo que podamos con la información de que dispongamos en cada momento.

¿Cuánto trabaja el trabajador del conocimiento?

Este artículo que leí hace unos días comienza con una frase «agresiva»: «Los trabajadores del conocimiento son malos trabajando». Y digo que es una frase agresiva porque lo primero que uno siente, cuando la lee, es cierta indignación: «Pero qué dice, está chalado. Con la de horas que yo echo al cabo de la semana, si ni puedo desconectar por las noches, si el fin de semana me paso pendiente de todo, éste no sabe la presión a la que estoy sometido».
Pero una vez pasada esa primera reacción defensiva, se pone uno a pensar y, a poco autocrítico que uno sea, tiene que aceptar que parte de razón (si no toda) lleva.
Recuerdo cuando, en mis primeros años en una empresa grande de consultoría, había que hacer semanalmente el TR (Time Report). Básicamente, una contabilidad de «a qué proyecto habías estado dedicando tu tiempo durante la semana». Dejando al margen de que aquello acabase siendo un cachondeo (al final se trataba de asignar horas al proyecto que te dijera el gerente, que era el que decidía qué proyectos podían asumir más coste, o qué porcentaje de cargabilidad tenía que llevar cada persona), las veces en que lo hacías bien te planteabas «joder, 40 horas en una semana son muchas; y es verdad que las he hecho, de sol a sol aquí metido, pero si intento llevarlas a tareas concretas…». Porque te parabas a pensar, a echar cuentas de «qué he hecho realmente durante esta semana», y te salían menos cosas de las que tu cabeza pensaba. Sí, has hecho dos propuestas, has trabajado en un modelo de datos, has revisado una presentación… ¿y eso son 40 horas?
Las cosas, creo, no han cambiado demasiado. Si realmente nos pusiésemos a hacer un análisis «minuto a minuto» de a qué dedicamos el tiempo durante una semana normal, se nos caerían muchos mitos. Empezaríamos por las distracciones puras: que si el café, que si la charleta con los de al lado, que si otro café, que si miro un ratito el Facebook o le echo una ojeada a ver qué pasa por el mundo, que si entro «con flexibilidad», conspiraciones de pasillo, el pitillo de los que fuman, que si la hora de la comida se alarga sin querer… todo ello justificado con el clásico «sólo faltaba, con la de horas que echo aquí».
A ese volumen de tiempo, añadiríamos las «distracciones autorizadas»: todo ese tiempo que nos pasamos en reuniones poco productivas, las idas y venidas del mail, repetir por enésima vez lo mismo a quien no se enteró o no se quiso enterar, las planificaciones, replanificaciones y requeteplanificaciones de un proyecto, las preguntas de los compañeros, la elaboración de informes y «memos» que sirven a las necesidades coyunturales de este o aquel jefe… todo ello «tiempo de trabajo» a efectos de tranquilizar nuestra conciencia, pero tiempo muy poco productivo.
Así pues, ¿cuánto nos queda de trabajo productivo «de verdad»? Del tiempo que Cal Newport llama en su artículo de «deep work», de trabajo intenso, de trabajo que suponga una verdadera puesta en valor de nuestro conocimiento, que sirva para impulsar de verdad las cosas. ¿Cuánto? Yo tengo que decir que, lamentablemente (shame on me), la mayoría de las veces entre poco y muy poco.
No, no seré yo quien haga de menos esas otras actividades más «soft». La planificación, la gestión, la coordinación, la comunicación, las relaciones, el desarrollo de equipos… son elementos fundamentales a la hora de que las cosas funcionen de verdad. Y por lo tanto, requieren su tiempo. Sin embargo, tengo la sensación de que siendo elementos más «light» tendemos a ser poco rigurosos con el control y la gestión de ese tiempo, dejamos que se transforme en una marea negra que invade nuestra dedicación dejando escasos momentos a sacar partido a ese «trabajador del conocimiento» que se supone que somos. No, no creo ni de lejos que se pueda estar en modo «deep work» 40 horas a la semana, ni mucho menos. Pero sí creo que como dice el autor del artículo que citaba al inicio, es muy importante hacer un esfuerzo consciente en poner foco a este tipo de trabajo y ser capaz, todas las semanas, de evaluar nuestra aportación en esos términos en vez de dejarnos arrastrar por esa multitud de «tareas que parecen trabajo» pero que, en el fondo, sabemos que están en otro nivel.
PD.- Que puede ser, no digo yo que no, que esté haciendo categoría de un problema individualizado. Pero o yo soy muy mal observador, o esto es algo que le pasa a demasiada gente…

Productividad sobre aguas turbulentas

Llevo un tiempo dándole vueltas a cuestiones relacionadas con la «productividad personal«. Esa disciplina que te permite, en teoría, hacer el mejor uso posible de tu tiempo. Y he de reconocer que, sin ser un experto, me gusta la filosofía y las técnicas que hay detrás.
Sin embargo, hay un punto en el que todavía no he conseguido encajar bien todas las piezas. Comentaba hoy mismo en un tuit que «El problema no suele ser tener «mucho qué hacer», sino hacerlo en condiciones de incertidumbre«. Y en verdad lo pienso. Porque si uno tiene muchas cosas que hacer, está «desbordado»… cualquier sistema de productividad personal te va a permitir poner orden, establecer prioridades… y luego simplemente es cuestión de ponerse. Pim, pam, pim, pam… y se van resolviendo «to dos» o «quehaceres», a veces con más concentración, otras con menos… pero digamos que es cosa de organizarse mínimamente y luego aplicar «fuerza bruta» a la ejecución.
La verdad, ójala ése fuera todo el problema.
Pero te encuentras, en el día a día, con muchas situaciones grises que impiden aplicar ese esquema. Por ejemplo, con tareas que no están bien definidas. «Pues lo que hay que hacer como primera tarea es clarificar la tarea», dirán los puristas del sistema. Ya, en un mundo ideal tenemos en el minuto cero todos los datos, o es cuestión de buscar en algún sitio, o de preguntarle a alguien que además está siempre disponible, y tiene la respuesta que queremos. En definitiva, que tenemos en nuestra mano «clarificar la tarea». Y que además no corre el reloj, y las fechas de entrega no se acercan. Pero en la vida real, tienes que trazar un plan «medianamente viable» aunque no sea perfecto, e ir ajustando sobre la marcha. Pero eso implica que en muchas ocasiones no tienes claro por dónde avanzar, ni tienes claro si el esfuerzo que estás dedicando a una tarea finalmente tendrá sentido, ni puedes quitarte la sensación de impotencia de un proyecto que «debería avanzar» pero no sabes muy bien cómo lograrlo.
Por no hablar, claro está, de cuando estás en un entorno corporativo en el que las prioridades son volátiles, sujetas a mil y una historias, donde hay decenas de cocineros metiendo la cuchara en el guiso movidos cada uno por su interés, donde lo que es importante para uno no es importante para el otro, lo que hoy es una prioridad mañana se deja de lado… pero sólo hasta que alguien se acuerda y vuelve a convertirse en «proyecto estrella».
Sí, sé de sobra que esto no es un problema de «productividad» propiamente dicho, sino de organización, de comunicación, y si me apuras de estrategia/liderazgo. Un colectivo debería tener claro a dónde va (de forma flexible, sí, pero sin bandazos), debería tener una organización clara (donde esté perfectamente definido quién decide qué, y quién es responsable de qué), y unos canales claros que permitiesen que la comunicación fluyese de forma clara, puntual e inequívoca. Eso sin duda ayudaría a limitar (que no eliminar) el grado de incertidumbre, y permitiría aplicar los criterios de productividad de forma más razonable. Pero no siendo así, me temo (al menos yo no he sabido cómo evitarlo) la productividad se ve arrasada por la incertidumbre.

Ser productivo da vértigo

No digo que yo sea hiper-productivo. Pero sí que, en algún momento, me he acercado al precipicio de la productividad, y he mirado para abajo. Y da vértigo.

Hablo de la productividad bien entendida. Es decir, no de la productividad que consiste en «hacer muchas cosas como pollo sin cabeza», de tachar to-dos (o «quehaceres», como lo escuché no hace mucho) como si no hubiera mañana, si no de la productividad que viene después de reflexionar sobre «qué proyectos son importantes para mí» y sobre «qué tareas son realmente importantes para ese proyecto». De la productividad que se esconde tras el dicho «nada hay más improductivo que hacer de forma eficiente lo que no merece la pena ser hecho». De la productividad que David Allen sitúa «a 40.000-50.000 pies de altura» en su método GTD.

Y da vértigo porque, para empezar, mirar tu propia vida y tu actividad desde esa altura te obliga a plantearte preguntas muy serias, muy profundas. Preguntas que no estamos acostumbrados a hacernos, preguntas que desde luego no tienen una respuesta fácil. Preguntas que tienen, en definitiva, el potencial de hacernos cambiar de arriba abajo nuestra vida. Y eso da miedo, y como resultado muchas personas prefieren simplemente no hacerse esas preguntas y regresar a su nivel de seguridad, al de las listas de «to-dos» controlables, «tachables», en permanente crecimiento.

Pero incluso si desafiamos ese primer vértigo, después hay más. Porque cuando uno reflexiona sobre los proyectos y tareas importantes, aquellos proyectos que realmente merecen la pena y aquellas tareas que realmente hacen que esos proyectos avancen de forma significativa, se da cuenta de que normalmente son… difíciles. Y no tanto por complejidad «técnica», sino porque nos obligan a salir de nuestra zona de confort, a exponernos, a arriesgarnos… y por lo tanto son enormemente incómodas de acometer. Y entonces preferimos demorarlas en el tiempo, meter entre medias muchas tareas intrascendentes pero más cómodas de abordar, que nosotros mismos nos encargamos de racionalizar. Tenemos «mucho lío», y así no tenemos que enfrentarnos al vértigo de las tareas relevantes pero incómodas.

Y aun hay más. Porque si realmente definimos las Tareas Más Importantes que vamos a acometer cada día, y nos ponemos a ello con el foco adecuado, superando el miedo que nos provocan… comprobamos que somos capaces de resolverlas en poco tiempo. Lo cual nos enfrenta a otro vértigo: ¿qué hago con el resto del día? Todos decimos que «tenemos mucho que hacer», que «si tuviera más tiempo»… pero cuando luego te enfrentas a esa disponibilidad de tiempo (que se lo digan a muchos jubilados; o a cualquiera muchos domingos por la tarde) te bloqueas, te ves sobrepasado. Y ante esa visión, mucha gente prefiere no ser tan productivo; así, evitas la pregunta.

Hay veces que uno oye hablar de productividad como si fueran meras técnicas para «hacer cosas rápido». Y no es eso; al menos, no sólo eso. En el fondo la productividad bien entendida sirve, sobre todo, para enfrentarnos con nosotros mismos.
Seguramente son difíciles de hacer (y no tanto por complejidad «técnica», sino porque nos obligan a salir de nuestra zona de confort y por lo tanto son enormemente incómodas de acometer)

No me mandes emails

Hace no mucho, en un proyecto en el que estaba trabajando, me crucé en el pasillo con una de las personas de referencia dentro del proyecto. «Oye, tengo pendiente de recibir tu respuesta a varios emails de la semana pasada».
«Ah… pues es posible. La verdad es que tengo tantos emails al cabo del día que, si te digo la verdad, la mitad de ellos ni los veo«.
Ah… «po fueno, po fale, po malegro«. Es decir, ¿qué le puedo decir? Si preparo un email y se lo mando a alguien… espero que se lo lea. Y espero que me responda. Porque normalmente, si escribo un email es porque necesito que lo lea y que lo responda. Pero no es ya lo que «yo necesito», sino lo que «el proyecto necesita»… y el proyecto es suyo, no mío.
Desde mi punto de vista, el email es una herramienta fundamental en la gestión de cualquier proyecto; no la única, pero sí muy importante.

  • Me permite prepararlo cuando yo tengo tiempo, y a la vez a la otra persona «digerirlo» cuando él tiene tiempo. Esta asincronía me parece fundamental, y es algo que ni el teléfono ni las reuniones presenciales te permiten.
  • Puedo añadir todo el contexto necesario, incluyendo en su caso documentación, etc. Esto en una reunión es posible (pero no siempre hay tiempo para todo; además, cada persona involucrada tiene unos conocimientos/intereses/involucración diferentes… que puede aplicar en su lectura individual, pero no tanto en una comunicación en persona); por teléfono es todavía mucho más difícil.
  • Todo está escrito: es mucho más fácil hacer un seguimiento de las preguntas, las respuestas… que a la vez sirve de referencia para el futuro. Sí, de reuniones y conversaciones se pueden hacer actas… ¿pero quién las hace realmente?

Así que, si una de las partes renuncia a los emails como herramienta fiable de trabajo (ni siquiera sabes si lo va a leer o no), ¿qué hacer? ¿Convocar reuniones cada día y el de enmedio, para tratar temas sin preparación previa, encima cuando la agenda de todo el mundo es normalmente impracticable? ¿Asaltar por teléfono al interlocutor, en una suerte de «aquí te pillo, aquí te mato» indocumentado del que no queda registro? ¿Comunicarse a base de encuentros casuales en la máquina del café o en el pasillo de los baños?
Sí, es verdad que el email puede convertirse en un monstruo. Comunicaciones discrecionales enviadas a diestro y siniestro, copias indiscriminadas, envíos automáticos… aun así, francamente, creo que no es admisible la «renuncia al email». Hay herramientas más que suficientes (filtros automáticos, etc.) que te permiten discriminar con bastante fiabilidad el correo entrante, separando «lo que tengo que atender seguro» de lo que «puedo dejar sin ver». Francamente, creo que atender el email es una responsabilidad irrenunciable. Y si no puedes atender tu email correctamente, igual es que estás intentando abarcar más de lo que realmente puedes asumir; sea por lo que sea, estás dejando de hacer parte de tu trabajo y entorpeciendo encima el trabajo de los demás.

No es tan fiera la tarea como la pintan

Llevo tres días rumiando, malhumorado, por una tarea pendiente (una presentación que tengo que hacer para este lunes). «Tengo que ponerme con ella». «Qué pereza». «Lo dejaré para luego». «Que no se me olvide» «Por qué me tocará a mí» «Joder, si luego no valdrá para nada». Al final, tras tres días, me he puesto a hacerla… y en un rato la he ventilado. Ya está.
Una de las ideas clave que pone encima de la mesa la «literatura» relacionada con la productividad personal (tipo «Get things done» y similares) es la importancia de abordar las tareas una por una, y concentrarse en la tarea que estás haciendo, y en nada más. De esta forma (y siempre que previamente hayas realizado el esfuerzo de planificar, priorizar, etc, etc…), las tareas «se van haciendo».
Una implicación de esta filosofía es que a una tarea no hay que dedicarle ni tiempo ni atención si no estás haciendo nada para resolverla (*). Es decir, que todos esos pensamientos típicos («buf, menudo marrón… a ver por dónde le meto mano… verás tú… y encima ya verás como… joder qué pereza… y si luego lo que hago no funciona… y… y…») no valen para nada más que para agobiarnos, para agotarnos la energía, para crearnos ansiedad. La tarea no avanza nada; es más, muchas veces a base de rumiarla se hace mucho más temible (como un cuento de la lechera, pero al revés). Y a cambio consigues que te estropée muchos momentos (en los que en vez de estar con la cabeza en lo que estás haciendo estás «raca-raca con la matraca»).
Volviendo a mi tarea del principio, ¿de qué me han servido tres días de gruñir? De nada. No digo que debiera haberla hecho el primer día; pero una vez que decides «dejarla para después», lo que no sirve de nada es mantenerla en la cabeza como una nube negra. Es infinitamente mejor meterla en el «cajón de tareas pendientes» para que no moleste, y cuando llegue su turno, pones toda tu atención en ella, la resuelves, y a otra cosa. No es fácil, pero es una habilidad que merece la pena desarrollar.
(*) Sí, a muchas tareas les viene bien una fase de «trabajo previo»; para analizarlas, identificar problemas, planificarlas… Pero, en su caso, ese «trabajo previo» no debe ser etéreo y difuso, sino que se constituye en una tarea en sí misma. Tarea a la que habrá que darle su espacio, y ejecutarla cuando llegue su momento, sin dejar que «contamine» nuestra atención de forma permanente.