
Este año los Reyes (se ve que he sido bueno) me han regalado un móvil nuevo. Bueno, para ser más exactos (y como los Reyes me conocen bien y saben que estas cosas me gusta escogerlas a mí) me han regalado un «cómprate el móvil que quieras y nos pasas la factura». ¡Yupi!. Teniendo en cuenta que mi último móvil ya se acercaba al 4º aniversario (que ha venido siendo la duración habitual de mis dispositivos), y lo chulos que son los smartphones de un tiempo a esta parte, yo ya venía teniendo el «run-run» de cambio…
Pero, aun siendo algo que ya tenía en mente, todavía no tenía ni medio decidido un modelo. ¿iPhone o Android? Y dentro de los Android… ¿cuál de entre las docenas que hay? Precio, características, opiniones de usuarios… y todo dentro de un entorno que se renueva cada x meses, donde lo que ayer era «lo más de lo más» hoy se ve superado por un nuevo «lo más de lo más». Si te pones a darle vueltas, puedes acabar tarumba. Hay opiniones para todos los gustos, ¿de cuál te fías? Y como tardes un poco, enseguida aparecen nuevos modelos que te obligan a replanteártelo todo una vez más…
Así que, enfrentado al panorama de pasarme varios días/semanas dándole vueltas al asunto, tratando de encontrar una solución definitiva, tomé una decisión «radical». De entre los modelos que estaba considerando, elegí uno (HTC Desire), hice el pedido, y santaspascuas. En hora y poco había decidido y ejecutado. Muerto el perro, se acabó la rabia. Ya no tiene sentido elucubrar más. ¿Habré escogido «la mejor» opción? Francamente, no lo sé. Ni siquiera sé si hay una «mejor opción».
Lo que sé es que la decisión adoptada va a ser «suficientemente buena». Y que la inversión necesaria de tiempo, esfuerzo y elucubraciones para afinar la decisión iba a ser mucho más que proporcional para el resultado adicional que podría conseguir, y que por lo tanto no tenía mucho sentido realizarla. Tomas la decisión, y te olvidas del asunto.
Creo que, en muchos aspectos de la vida (tanto personal como profesional) nos enfrentamos a decisiones difíciles, ambiguas, en las que es difícil escoger una solución. Intentamos tener todos los datos en nuestra mano, para así asegurarnos que estamos llegando a la decisión óptima. Pero nos olvidamos de dos cosas: por un lado, la vida no es un problema matemático con una «solución correcta», sino que es más bien un sistema complejo en la que todo tiene sus pros y sus contras (subjetivos, además) donde es difícil que haya un «óptimo» objetivo. Y por otro lado, en muchas ocasiones conseguir toda la información, todos los datos, supondría invertir una considerable cantidad de tiempo y esfuerzo; ¿merece la pena dilatar los procesos de decisión, y que éstos consuman nuestra atención y nuestros recursos (la famosa «parálisis por el análisis»), sólo para conseguir una solución «ligeramente mejor» que la que escogeríamos en una decisión rápida?
Yo creo que no. Así que, en la medida de lo posible, enfrentado a una decisión procuro darle algunas vueltas rápidas que me permitan acotar un rango de decisiones «suficientemente buenas», escoger una de ellas y pasar a otra cosa. Quizás no escoja siempre «lo mejor», pero escojo, actúo, me muevo.
Foto: viZZZual.com