La vida no es un relato


Si nos pusiésemos a contar nuestra vida, ¿qué saldría? Seguro que un montón de momentos rutinarios e intrascendentes, decisiones que no llevan a ningún sitio, errores y rectificaciones, cosas de las que avergonzarnos, inercias, falta de dirección, dudas y lamentos. Sí, claro, también habrá momentos de los que sentirnos orgullosos. Pero en general nos daremos cuenta de que nuestras vidas no son «como en las películas».
Las normas de la narrativa están bastante definidas. Un protagonista, un antagonista, un conflicto, penalidades y resolución. Si metes algo en la historia, tiene que servir para explicar otra cosa, o para que la historia avance. Si no, sobra. Andamiaje narrativo. Y no vale contarlo en cualquier momento, ni con cualquier ritmo. Tiene que fluir para mantener el interés. La narrativa tiene espacio para el talento, sí; pero tiene mucho de mecánica, de conocer una serie de herramientas y aplicarlas con oficio.
Pero, como dice el personaje de Kvothe en la novela de Rothfuss «El nombre del viento», nosotros no vivimos en una historia. Nuestras vidas no tienen esa claridad, ese sentido de propósito, ese andamiaje narrativo que las soporte. Vamos viviendo como podemos, que no es poco.
Y cuando alguien te cuente su vida como una historia apasionante, desconfía. Ahí hay un importante trabajo de edición, de seleccionar solo lo que quiere contar, de ocultar la cara B, de explicar a posteriori, de ajustar y embellecer (y posiblemente inventar) para que todo encaje y tenga el sentido, el ritmo, la coherencia, la tensión, las dosis justas de conflicto/resolución… que un relato requiere para ser interesante.
Disfrutemos de las historias. De las de ficción, y de las… y de las de ficción. Porque cualquier historia, incluso las que están basadas en hechos reales, no te cuentan toda la verdad. Y desde luego, nunca, nunca, pueden ser usadas como piedra de toque para analizar nuestras propias vidas. Porque siempre saldremos perdiendo.

[Entrevista] Óscar García Gaitero y los Smart Students


Tuve el placer de charlar un buen rato con Óscar García Gaitero. Óscar es Doctor en Psicología de la Educación, y como tal un estudioso de los últimos avances en materia de neuropsicobiología y del impacto que tienen en cómo generar un aprendizaje más eficaz. Pero no se limita a los estudios teóricos, si no que pone en práctica esas ideas en su trabajo docente tanto con niños y adolescentes como personas adultas.
Óscar maneja el concepto del «Smart Student«, un aprendiz que desarrolla una consciencia sobre uno mismo y sobre el proceso de aprendizaje, capaz de activar mecanismos y herramientas que le permiten superar las barreras que dificultan sus avances. Un proceso idealmente iniciado en las etapas iniciales de la educación, y que poco a poco genera adultos autónomos y autosuficientes capaces de liderar y gestionar su propio aprendizaje.
De todo esto y de muchas más cosas conversamos en este episodio del podcast Skillopment que puedes escuchar aquí mismo, en Ivoox y en iTunes. Recuerda que puedes revisar todos los episodios del podcast, y suscribirte al mismo tanto en iVoox como en iTunes.

Éstos son los temas que han ido saliendo en la conversación:

  • 1:15 – Empezamos hablando de los avances científicos en materia de neurociencia y neuropsicología y su aplicación a la educación, en la medida en que permiten que las metodologías y herramientas se adapten mejor a la forma en que el cerebro aprende.
  • 7:06 – Hablamos de algunas de esas estrategias y metodologías que se están demostrando útiles de cara a un aprendizaje más eficaz: involucración multisensorial, flipped classroom, autoconciencia, sofrología y gestión emocional, positivismo…
  • 22:24 – Reflexionamos sobre las exigencias de estos enfoques (en términos de tiempo de observación, tiempo de preparación, tiempo de personalización, habilidades y formación de los docentes, recursos…) y su impacto, en comparación con el enfoque de educación más tradicional.
  • 27:14 – Valoramos cómo es posible extrapolar estas ideas desde el ámbito educativo al del autoaprendizaje.
  • 32:58 – Comentamos la importancia que tiene el meta-aprendizaje, es decir, la reflexión sobre uno mismo y el proceso de aprendizaje, y la importancia de dedicarle foco, tiempo y espacio.
  • 37:54 – Profundizamos en las teorías del Yo1 y el Yo2 de Tim Gallwey, que parte de la premisa de que el rendimiento de una persona es igual a su potencial menos las interferencias cognitivas y que, por tanto, la forma de alcanzar el potencial es trabajar para eliminar esas interferencias. Y qué se puede hacer en ese sentido tanto en un contexto educativo como de autoaprendizaje.
  • 56:40 – Llegamos al concepto del Smart Student, un aprendiz capaz de observarse, analizarse y aplicar mecanismos y herramientas que mejoren su proceso, convirtiéndose así en líder y gestor de su propio aprendizaje.

Diez razones por las que "eres un paquete"

El otro día me encontré en Youtube con este vídeo en el que un profesor de guitarra extrae de su experiencia «diez razones por las que eres un paquete tocando la guitarra«. Lo curioso es que, cuando le escuchas, te das cuenta de que «la guitarra» es circunstancial. Porque estas diez razones son en su gran mayoría extrapolables a cualquier aprendizaje en el que estés trabajando.
¿Cuáles son estas diez razones?

  • Falta de práctica: hay que dedicar tiempo a practicar, y eso es una cuestión de hábitos, de rutina, de motivación, y de integrar la práctica en nuestro día a día.
  • Quedarse en la superficie: tenemos tantas opciones, tantos recursos a nuestra disposición, que nos pasamos la vida picoteando de aquí para allá, probando una cosa detrás de otra, sin dedicar el tiempo suficiente a cada una como para realmente aprenderla.
  • Práctica descuidada: practicamos de cualquier manera. Rápido, sin prestar atención a los detalles… y así, nuestro tiempo de práctica es muy ineficiente. La práctica tiene que ser deliberada: lenta, metódica, detallista.
  • No disfrutar del proceso: a veces, por “aprender”, nos sometemos a actividades que no nos reportan ninguna satisfacción. Y ese es un contexto en el que el abandono crece de forma exponencial. Hay que buscar un entorno donde el esfuerzo sea también disfrutable.
  • Mal equipamiento: para aprender no necesitamos el “tope de gama”, pero sí un equipo suficiente que no nos suponga una barrera adicional.
  • Estrés: estamos sometidos en nuestro día a día a tantas exigencias que ese estrés acaba afectando también a nuestro proceso de aprendizaje, impidiendo que disfrutemos de él. Se trata de hacer que nuestro aprendizaje suponga un periodo de relajación, de aislamiento respecto al resto de exigencias del día a día.
  • No sabes aprender: porque nadie nos ha enseñado nunca cómo aprender, y no hemos dedicado tiempo a conocer cuál es la mejor forma de hacerlo.
  • Perdemos oportunidades de aprender: el día a día nos ofrece muchas oportunidades de aprender, muchas reflexiones que podemos aprovechar. Tenemos que estar atentos para sacarles partido.
  • Nos saltamos el ABC: porque lo damos por sabido, porque nos parece “obvio”… y al final no dedicamos el tiempo suficiente a poner unos cimientos sólidos a nuestro aprendizaje.
  • Falta de confianza: porque cuando somos aprendices somos vulnerables, tenemos la sensación de que “somos malos”, y eso limita nuestra capacidad de crecer. Tenemos que adquirir confianza poco a poco, asumiendo retos adecuados a nuestro nivel, y con confianza de que vamos avanzando.

[Vídeo] Mentalidad fija vs. mentalidad de crecimiento

¿Qué es la mentalidad fija? ¿Y la mentalidad de crecimiento? ¿Qué influencia tienen en tu capacidad de desarrollo?
Estos conceptos fueron popularizados por la psicóloga Carol Dweck en su libro Mindset, y reflejan dos modelos mentales alternativos que explican cómo podemos ver a los demás y a nosotros mismos en términos de aprendizaje.
Por un lado tenemos la mentalidad fija. Quienes tienen ese tipo de mentalidad creen, de una manera un tanto determinista, que cada uno tenemos una serie de talentos. Hay cosas que se nos dan bien por naturaleza, sin esfuerzo aparente; y hay otras cosas que simplemente se nos dan mal, para las que no estamos dotados. Eres bueno, o eres malo. Y nada de lo que hagamos cambiará esa realidad.
La mentalidad fija es muy dañina para el desarrollo y el aprendizaje. Porque si hay algo en lo que crees que eres bueno, tenderás a relajarte: ¿para qué vas a esforzarte, si ya se te da bien por naturaleza? Además, «soy bueno en esto» forma parte de tu identidad. Y por lo tanto tenderás a exponerte lo menos posible a situaciones donde esa parte de tu identidad se vea amenazada. No saldrás de tu zona de seguridad, no te enfrentarás a nuevos retos donde puedas fallar, porque eso significaría que «no eres bueno».
Y si ya crees que «eres malo»… ¿para qué molestarse en intentarlo? No tiene sentido. Y si por casualidad un día lo intentas, lo más probable es que falles… y entonces tu percepción de que «eres malo» se refuerza, «lo ves, si ya lo sabía yo», «quién me mandaría a mí».
Por contra, quienes tienen mentalidad de crecimiento ven su situación, sea la que sea, como un momento puntual dentro de un proceso de desarrollo. Si algo se te da bien no es por un talento innato, si no porque a lo largo del tiempo has trabajado, te has esforzado y has mejorado. Y si quieres seguir creciendo tienes que seguir trabajando y esforzándote. Y si algo se te da mal no pasa nada, es normal, nadie nace aprendido. Trabajando y esforzándote serás cada día un poco mejor.
Para quien tiene mentalidad fija, ser «bueno» o «malo» es una etiqueta que se asocia a la persona de forma indeleble. Para quien tiene mentalidad de crecimiento, es una situación circunstancial, susceptible de cambiar.
Mientras que para los de la mentalidad fija el acierto o el error son la prueba evidente de si eres bueno o malo, para los de la mentalidad fija son simples síntomas de un proceso de crecimiento. Fallar no significa que seas malo, si no que estás aprendiendo.
Es muy importante pararse a darse cuenta de qué mentalidad es la que predomina en nosotros cuando nos hablamos a nosotros mismos o a los demás. Nuestras actitudes, nuestras palabras… pueden ponernos en situación de bloqueo o, por el contrario, activar una forma de ver el mundo que nos facilite el crecimiento y el desarrollo.
Más información | Carol Dweck explica su teoría en esta charla en Google
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Desaprender: la trampa del pasado

Una dirección

Todos tenemos un pasado, que es el que nos ha traído hasta aquí. Pero… ¿te has planteado hasta qué punto ese pasado restringe nuestras opciones? ¿Es útil aferrarnos a él? Y si la respuesta es no… ¿cuánto nos cuesta olvidarlo y desaprender?

Atrapados por nuestro pasado

En la peli de los 90 «Atrapado por su pasado» se cuenta la historia de un narcotraficante que, después de pasar una larga temporada en la cárcel, sale con la intención de alejarse de ese mundo. Sin embargo, a pesar de su firme voluntad, el entorno le acaba volviendo a atrapar, y no consigue escapar de su quizás inevitable destino.
Recordaba esta peli hace poco, mientras reflexionaba sobre el futuro. Y es que, cuando uno se pone a pensar en definir su «visión», resulta muy complicado abstraerse de lo que arrastra. Y cuanto más años pasan, mayor es el equipaje. Qué estudiaste, en qué trabajaste, qué decisiones tomaste… determinan, de forma casi inconsciente, el rango de opciones que te planteas. No nos damos cuenta, pero el pasado puede ser una losa. Desaprender, deshacernos de ese lastre, es necesario. Aunque cueste.

La inconsciente necesidad de ser consistentes

Porque dicen que uno de los sesgos psicológicos que tenemos los humanos es la necesidad (casi enfermiza) de «ser coherentes con nosotros mismos». Somos capaces de alterar nuestros recuerdos (o inventárnoslos, directamente) si eso hace que nuestras acciones tengan «lógica» para nosotros mismos. De hecho, este rasgo puede ser utilizado como mecanismo (perverso) de influencia: si conseguimos que una persona nos diga que sí a algo pequeño, luego le resultará difícil decirnos que no cuando le pidamos algo más grande. Romper con nuestro pasado exige asumir un cierto nivel de incoherencia, o en su defecto buscar una explicación que nos permita justificarnos la transición.
Pero es que además, dirá alguno, es normal. Si siempre has hecho una cosa, es ahí donde tienes experiencia relevante. Serán esas, y no otras, las habilidades que has desarrollado. Tu círculo de contactos está en ese mundillo, así que lo normal es que te vuelvas sobre ellos. Sí, quizás sea lógico. Has «invertido», y no vas a deshacerte de tu inversión, ¿no? Y sin embargo…

Sostenella y no enmendalla

¿Recuerdas la fiebre de las .com de principios de siglo? ¿Recuerdas Terra? Hubo un momento en el que «comprar acciones de Terra» parecía la forma más segura de ganar dinero, y que eras tonto si no lo hacías. La cotización subía y subía, y muchos se subieron al carro. Pero inevitablemente la cotización llegó a su máximo, y empezó a bajar. Muchos de los que habían comprado mantuvieron sus acciones, con la esperanza de que fuese un ajuste temporal. Incluso cuando ese ajuste llevó la cotización por debajo del precio al que habían comprado: «no, ¿cómo voy a vender ahora y perderle dinero?«. Pero la acción no volvió a subir, y perdió prácticamente todo su valor.
Esa sensación de «estar invertido» en algo es muy habitual. Cuando uno hace una inversión financiera, debe tener claro que en la decisión de mantener o vender no debe influir para nada el precio al que compró; únicamente las expectativas de futuro. Y aun sabiéndolo, resulta casi imposible no mirar de reojo ese punto de referencia del pasado.
Hemos invertido tiempo y esfuerzo en desarrollar unas habilidades, en conocer un sector, en formar una red de contactos, en tener una presencia en el mercado. ¿Cómo vamos a renunciar a todo ello? ¿Cómo vamos a «desperdiciar» esa inversión? Y sin embargo, la forma racional de afrontar esa decisión no es mirando al pasado, si no al futuro. ¿Qué crees que va a pasar en el futuro? ¿Qué quieres que pase? Esa inversión que hiciste… ¿es útil? ¿te lleva a donde quieres ir? Si no… ¿tiene sentido mantenerla solo por esa sensación de «no desperdiciarla»?

Soltar lastre para decidir mejor

En un entorno incierto y cambiante, la habilidad de desaprender, de desembarazarse del pasado por útil que fuese en su momento, es fundamental para poder adaptarse y evitar que las inercias te arrastren.

Ser, o no ser (tú mismo)

«Sé tú mismo. Excepto si eres gilipollas; entonces mejor intenta ser otro». Una frase irónica, que al final refleja bastante bien la realidad.
Ah, qué difícil paradoja. «Ser uno mismo» parece que es un objetivo que todos deberíamos tener. Dirigir nuestra vida conforme a nuestra propia esencia, dejar que se transmita a lo que hacemos, lo que decidimos, con quién nos relacionamos. Ser fieles a nosotros mismos.
Pero claro, «ser uno mismo» tiene consecuencias. Cuando «somos nosotros mismos» al 100% puede que nos miren raro. Pueden generarse conflictos con quienes tenemos alrededor. Podemos tener dificultades para encajar en nuestro círculo social, o en el ámbito profesional. A veces parece que se hace imprescindible renunciar aunque sea en parte a «ser nosotros mismos», o por lo menos disimular, para evitar esas consecuencias negativas. Pero a su vez esa renuncia también tiene un coste, en términos de incomodidad, de alienación, de insatisfacción.
Cuando tienes hijos, intentas darles pautas. Quieres que sean ellos mismos, pero a la vez quieres que encajen. Y el mensaje se vuelve ambiguo y hasta contradictorio: «es importante que seas tú mismo, pero es importante que renuncies a ser tú mismo». Te das cuenta, y te da rabia. Pero… ¿cómo puedes darles una pauta mejor, si tú no la has resuelto todavía?

Solo se alimenta el que tiene hambre

Siempre me ha dado mucho apuro dar consejos. Yo puedo ver algo muy claro, pero… ¿y si estoy equivocado? ¿y si la otra persona me hace caso y resulta que no le va bien? Ni siquiera hace falta que sea un consejo muy asertivo («esto es lo que tienes que hacer»); el mero hecho de «hacer dudar» a la otra persona y de que tome una serie de decisiones a raíz de esas dudas que tú le has abierto me genera mucha responsabilidad(*).
El otro día conversaba con un amiguete que me comentaba una situación, y yo le pasé el enlace a un artículo que abundaba en el tema. «No pretendo alimentar el fuego», le dije, un poco poniendo la venda antes que la herida. «No te preocupes; ¡sólo se alimenta el que tiene hambre!», me respondió. Y me dejó pensando.
En realidad, estamos permanentemente recibiendo consejos. De la gente cercana, de lo que leemos y vemos por ahí. Ideas sobre cómo deberíamos trabajar, alimentarnos, hacer deporte, desarrollarnos, educar a los hijos, vivir en pareja, disfrutar nuestros hobbies… lo que quieras, todo el mundo parece tener una opinión. Y lo cierto es que al 99% de esos consejos les hacemos oídos sordos: los vemos por encima, los descartamos y a correr. Ceguera selectiva. Incluso cuando ese consejo se produce de forma individualizada, «de tú a tú»… ponemos cara de «sí, sí, lo que tú digas» y luego seguimos a nuestro rollo. Sólo de vez en cuando llega algo que «nos toca», sentimos que nos interpela, que nos conmueve, que nos emociona (= «nos lleva al movimiento»). Pero no es el consejo en sí, ni tampoco «el consejero»; somos nosotros, que por alguna razón estamos receptivos justamente a ese consejo y lo adoptamos, igual que ignoramos a quienes nos digan lo contrario. Sesgo de confirmación, buscamos que alguien nos diga justo lo que queríamos oír (y le atribuiremos toda la fuerza moral del mundo) y descartamos a quienes nos dicen lo que no nos interesa.
Esta reflexión me recordó a otra frase que siempre me ha llamado la atención, la de «cuando el alumno está preparado, el maestro aparece«. Cuando realmente estamos en una verdadera actitud de hacer algo, eres tú el que de forma consciente o inconsciente busca (y encuentra) a quienes te apoyan en esa voluntad. Son los mismos que antes te rodeaban y a los que no hacías ningún caso. Y no es que ellos ahora digan cosas diferentes: es que eres tú el que las recibe de forma diferente.
Desde este punto de vista, la presión por «dar buenos consejos» (o el temor a «dar malos consejos», visto desde el otro lado) desaparece. El consejo no es bueno o malo. Nada de lo que tú digas va a afectar a la otra persona, salvo que la otra persona quiera que le afecte. Si le dices algo que no le cuadre, lo va a ignorar, y seguirá buscando otros consejeros hasta que encuentre a quien le diga lo que quería.
(*) Me doy cuenta de lo paradójico que resulta dedicarse a la consultoría… y a lo mejor eso explica algunas cosas :/

Manías de viejo

Dicen que, a medida que uno se va a haciendo mayor, sus manías van haciéndose más y más presentes. Que, llegado un momento, le resulta muy difícil salirse de sus rutinas y sus hábitos, que las cosas tienen que ser como él dice, y que todo lo demás «está mal». Que le resulta difícil acostumbrarse a las formas de hacer de otros, y que está constantemente refunfuñando.
Y aquí estoy yo, camino de los 41. Aunque a decir verdad, yo ya de serie venía bastante maniático y egocéntrico, con tendencia a considerar «mi forma de ver las cosas» como «la forma correcta de ver las cosas» y con dificultad para adaptarme a los cambios de planes. Es muy comentada mi poca cintura para encajar las críticas, y mi proverbial capacidad para decir «NO» de entrada a a casi todo (aunque también me reconocen cierta ecuanimidad a la hora de reconsiderar mis posturas, pero siempre con un periodo de maduración).
Estos días he empezado a trabajar con gente nueva, y estoy notando cómo me cuesta adaptarme. Haciendo el ejercicio de reflexión, intentando ponerme en la posición del «observador externo», me doy cuenta de mis propias rigideces. A veces resultaría hasta cómico observarlo, si no fuera porque soy yo mismo el que sufre las consecuencias, y el que tiene que hacer el esfuerzo porque sea de otra manera.
En esas estamos. Supongo que, como se suele decir, «el primer paso es darse cuenta».

El carácter no lineal del trabajo del conocimiento

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«En una tarde provechosa, puedes hacer el trabajo de una semana. Y luego tardar una semana para hacer el trabajo de una tarde»
Leía el otro día un artículo en el que se hablaba de «diseñadores», pero en el que muchas de las reflexiones eran perfectamente extrapolables a otros ámbitos relacionados con los «trabajadores del conocimiento«.
Esta noción del trabajo «no lineal» resulta difícil de entender desde una perspectiva más industrial, de procesos. La «máquina de embutir carne» a la que se refiere la captura es un modelo que responde muy bien a determinados tipos de trabajo (*): recibes inputs, los procesas a un ritmo constante, y produces. Y si por lo que sea no eres capaz de trabajar a ese ritmo, ya encontraré a alguien suficientemente hábil (persona o robot) como para hacerlo. Recoger tomates, servir mesas, hacer cafés, empaquetar en una línea de producción, teclear en una máquina de escribir. Pim, pam, pim, pam.
Pero hay otras actividades donde este modelo simplemente no funciona. Y no es una cuestión de considerarse «mejor», o «más listo»; simplemente el cerebro tiene sus mecanismos, sus formas de actuar. Que se pueden optimizar, sí, pero que en última instancia tienen una naturaleza en la forma en la que somos capaces de procesar y relacionar la información que no está sujeta a «ratios de productividad».
Esta forma de producir no siempre es fácil de entender o de gestionar. La vida real tiene plazos, rentabilidades, compromisos varios, y es un dolor (para el «protagonista» el primero) dejar que el cerebro vaya trabajando a su ritmo con un margen de maniobra limitado para controlar su rendimiento. ¿Cuándo voy a tener esa idea brillante? ¿Cuándo van a encajar las piezas? ¿Cuándo voy a dar con la tecla? No lo sé. Espero que pronto, pero a lo mejor no. «Pues esto corre prisa». Pues vale. «Pero cómo te va a llevar tanto tiempo». Pues ya ves. «Lo que pasa es que estás ahí mirando las musarañas, tío vago». Acabáramos; crees que esto es cuestión de «dedicación», y en gran medida no lo es.
(*) Tengo mis reservas respecto a esta visión taylorista/deshumanizada del trabajo, en el sentido de que aunque «sea posible» no me parece «deseable»; pero ésa es otra historia.

Esto es como un toro: el poder de las metáforas

Allá por los 90 teníamos en España un programa, «Las noticias del guiñol«; un noticiario protagonizado por muñecos a imagen y semejanza de personajes conocidos del mundo de la política y el famoseo. Muy divertidos e ingeniosos, con no poca mala leche. El caso es que allí se popularizó el guiñol del torero Jesulín de Ubrique y su habilidad para explicar cualquier cosa recurriendo al símil… «Bueno, esto es… es… como un toro«.
Me acordaba de Jesulín y su toro el otro día, leyendo a Tony Robbins sobre el poder de las metáforas, los símiles, las analogías.
El gran poder de las metáforas es que nos permite vincular algo nuevo a algo que ya conocemos. Transferimos las características de lo ya conocido a lo nuevo, y de esta forma somos capaces de comprenderlo de forma mucho más rápida, y de recordarlo mucho mejor. Se reduce así el tiempo y las dificultades de la aprehensión del nuevo conocimiento. Al fin y al cabo, así es como funciona nuestro cerebro: utilizando las referencias que ya tiene para anclar (con más o menos fortuna) las cosas nuevas a las que se va enfrentando. Las parábolas de la Biblia, los cuentos infantiles… todos encierran enseñanzas disfrazadas de «cosas conocidas» para hacerlas más digeribles.
Pero hay que tener cuidado. Y es que, al final, las metáforas son un atajo. Y rara vez las metáforas son perfectas, y son capaces de recoger todos los significados y matices de lo nuevo. Por lo tanto, al utilizar metáforas, estaremos perdiendo casi de forma inevitable un cierto nivel de detalle, de matiz, incluso de exactitud. Y aún más, una vez que en nuestro cerebro hemos asociado lo nuevo a esa metáfora, nos costará mucho alejarnos de ella si en algún momento nos damos cuenta de sus limitaciones; para bien o para mal actúa como un pegamento ultrafuerte, y en consecuencia nos costará mucho olvidar esa vinculación.
El otro día conversábamos en el blog de José Manuel Bolívar sobre esta circunstancia, ese compromiso que se asume al utilizar metáforas y asociación de conceptos nuevos a conceptos ya conocidos. Lo que ganas, y lo que pierdes, y en qué situaciones puede ser interesante recurrir a ellas de forma consciente, y en qué otras lo interesante es evitarlas también de forma consciente. ¿Quieres transmitir una idea de forma general, que sea fácilmente absorbida y recordada, aun a riesgo de no ser 100% exacto? Las metáforas son tus aliadas. ¿Quieres transmitir una idea con exactitud, con todos sus matices y particularidades, aunque cueste? Ten cuidado, porque las metáforas pueden convertirse en «fuego amigo».
En todo caso, merece la pena dedicar tiempo a reflexionar sobre nuestro uso de las metáforas, muchas veces inconsciente, y el impacto que puede tener en cómo interpretamos la realidad.