No deja de ser un tema tan antiguo como el ser humano. Hace ocho años ya me refería al principio de incompetencia de Peter, pero reciéntemente ha vuelto a surgir el debate en el entorno cercano, lo que me ha llevado a darle una nueva vuelta al tema.
La cuestión: ¿es un directivo, en esencia, «intercambiable»? ¿Puede hacerse cargo hoy de un área de finanzas, mañana de un área de recursos humanos, pasado de un área de operaciones y al siguiente ser un director general? ¿Hasta qué punto puede ser ajeno un directivo a la especialización técnica del área que gestiona?
Obviamente, parto de la base de que todo es un contínuo. Que cuanto más pequeños son los equipos, y por lo tanto menos personas hay en ellos, más probable es que el directivo de turno tenga que «arremangarse» y tratar temas con elevado contenido técnico. A medida que los equipos son más grandes, es más probable que el tiempo del directivo se dedique casi al 100% a «tareas de gestión».
Porque aquí está mi punto. La labor de un directivo tiene mucho de transversal. Hay que establecer estrategias, gestionar proyectos, gestionar equipos, presupuestos, comunicación, definir planes, indicadores, coordinar con otras áreas. Eso, en esencia, va a ser lo mismo sea cual sea el área que estés gestionando. La gestión es un «área técnica» en sí misma, una serie de conocimientos, habilidades, herramientas… que tienen que ver más con «la labor de dirigir» que con el contenido específico de «lo que estoy dirigiendo».
Este «salto» es el que hace que en muchas ocasiones salga a la luz el principio de incompetencia de Peter. Excelentes técnicos que son promocionados a labores de gestión sin haber desarrollado ese conjunto de competencias. Allí, su conocimiento técnico pierde relevancia, lo que necesita es otro tipo de habilidades. Lo bueno es que, si se consiguen desarrollar, te permiten «romper» la barrera de tu área de especialización y saltar a otras diferentes.
¿Significa eso que a un directivo se le puede poner a la cabeza de cualquier área? En el extremo, me posicionaría en que sí. Obviamente, cualquiera con dos dedos de frente se da cuenta de que se gestiona mejor sabiendo «algo» del tema que gestionas que si no tienes ni puta idea, y el directivo será el primero en aplicarse el cuento. Pero ese «algo» no tiene que ser un conocimiento profundo, especializado, como el que tiene un experto técnico (que será normal, incluso deseable, que «sepa más» que su jefe). Es más una visión global, amplia, conectada además con otros campos. El nivel necesario para no decir tonterías, para enterarse de lo que le cuenta su equipo, para tomar decisiones de alto nivel. Porque esto es importante: las decisiones de pequeño nivel, el micromanagement, lo tiene que llevar su equipo; mientras tanto, el directivo aplica su propio cuerpo de conocimientos de gestión para la coordinación.
gestión de proyectos
Gestionar el presente, soñar el futuro, liderar el cambio
Vale, un título ligeramente grandilocuente, me doy cuenta. En realidad, estaba intentando homenajear a «El bueno, el feo y el malo», identificando tres roles fundamentales en cualquier empresa. Los tres son necesarios, pero los tres son diferentes.
En primer lugar, alguien tiene que gestionar el presente. Es quien está metido en el día a día, quien se encarga de poner soluciones a los problemas cotidianos, de ser más eficiente, de hacer que las cosas fluyan. Es quien lidia con personas, con máquinas, con recursos financieros, con clientes, con procesos…Y, sobre todo, quien es responsable de los beneficios y la rentabilidad hoy, el que da de comer a todos los demás.
Por otro lado, es necesario que alguien esté pensando en el futuro. En diez, en cinco, en dos años hacia adelante. En cómo quiere que sea la empresa, en cómo se imagina la realidad. Aquí hay pocas cosas tangibles, pero por el contrario hay muchas ideas, tendencias que tener en cuenta, creatividad, asunción de riesgos. Mucho mirar al exterior, mucho otear el horizonte. Y este rol es tan importante como el anterior, porque de él depende la rentabilidad de mañana.
La cuestión es que estos dos primeros roles, siendo fundamentales, son esencialmente incompatibles. El que piensa en el hoy, es muy difícil que piense en el mañana. Primero porque «el hoy» requiere 100% de atención si se quiere hacer bien, no se puede/debe distraer uno con ensoñaciones. Y segundo, porque «el hoy» condiciona irremediablemente nuestra visión del futuro (como ilustran esta serie de curiosas postales). Es muy difícil que alguien que está metido en el día a día sea capaz de elevarse, de liberarse de las restricciones y los sesgos, para imaginar un futuro con libertad.
Del mismo modo, el encargado de soñar con el futuro no puede estar metido en las miserias cotidianas de la ejecución. Tiene que tener la mente abierta, relacionarse con un montón de personas y entidades diferentes y alejadas de la empresa, del sector, del país. Tiene que leer, conversar, reflexionar, madurar ideas. Cambiar el chip entre la ensoñación y la operación es sumamente complicado.
Finalmente, entra en juego el tercer rol, el líder del cambio, el encargado de conseguir que la empresa «de hoy» gestionada por el primero se convierta en la empresa «del mañana» soñada por el segundo. Probablemente es el rol más difícil de todos, porque tiene que navegar entre dos aguas. Tiene que tener 100% interiorizada la visión de futuro, y también tiene que tener un conocimiento profundo de la realidad presente. Tiene que tener altura de miras, y también conocer los detalles del barro. Tiene que tener habilidades de visualización (para tener claro dónde se quiere llegar), de ejecución (para definir los planes de cambio y su ejecución) y también (imprescindible) de comunicación. Porque en un proceso de cambio no solo existen «transiciones organizativas» (proyectos con sus planes, fases, recursos, control de ejecución…), sino fundamentalmente «transiciones personales» (conseguir que las personas «se suban» convencidas al tren del cambio).
Y para colmo, esto es algo completamente dinámico. No es que estemos en la situación A, imaginemos un futuro B, y hagamos una transición A-B para llegar a un nuevo valle donde podemos mantenernos durante un tiempo. Es que mientras se está produciendo la transición, hay que seguir gestionando el presente. Es que mientras estamos construyendo el futuro B hay que estar imaginando ya el futuro C.
Tres roles, tres. Si cualquiera de ellos falla, si no hay alguien prestándole atención, hay un problema.
Al cambio por el convencimiento, no por la imposición
«People don’t mind change; they just don’t want others to change them»
Cuando empecé en esto de la consultoría, en la empresa manejábamos un esquema de «facilitación del cambio» («Change enablement»… que no «management»), que habían elaborado en Chicago (¡y eso era como si lo hubieran hecho los dioses!). Luego lo aplicábamos de aquella manera… pero bueno, esa es otra historia. El caso es que cuando lo explicábamos hacíamos mención a la resistencia al cambio, y usábamos una frase (acompañada con la foto de un bebé, sobrino de un gerente para más señas) que decía «el único que acepta el cambio es un bebé con el pañal mojado».
Vamos, que somos alérgicos a los cambios por naturaleza, veníamos a decir; y que, por lo tanto, cualquier cambio que se quisiera impulsar a nivel organizativo implicaba que íbamos a encontrar resistencia por definición. Y sin embargo…
Como dice la cita del principio (extraída por cierto del libro «Helping», de Edgar H. Schein… que acabo de leer y del que seguro que saco más de un post, porque me ha gustado mucho y me ha dado para varias reflexiones), no es verdad que seamos alérgicos al cambio: lo que nos molesta es que nos obliguen a cambiar en contra de nuestra voluntad.
En efecto, si nos fijamos bien, nos pasamos la vida cambiando. Y en muchas ocasiones son cambios 100% voluntarios, buscados y deseados. En los últimos años yo he cambiado de trabajo varias veces de forma voluntaria, he cambiado de ciudad de residencia, he cambiado de móvil, he cambiado de estado civil, he tenido hijos, he cambiado de piso, he cambiado de coche, he cambiado de ordenador… cambios, cambios y más cambios. ¿Resistencia? Ninguna; al contrario, si se han producido esos cambios es por mi voluntad de cambiar, por un impulso endógeno sin el cual las cosas habrían seguido como estaban.
La cuestión es que en estos cambios no ha habido atisbo de resistencia, porque han nacido de mí. Han venido cuando yo he estado plenamente convencido, ni antes ni después. El escenario futuro ha sido el que yo he querido que fuera. En esas condiciones no hay resistencia, sino al contrario hay mucha energía transformadora. Nadie ha tenido que perseguirme para que cambiara, he sido yo el que ha tirado del carro (bueno, en lo de casarme igual no… ¡que no, cariño, que es broma!!!! :D)
Evidentemente en la vida hay muchos cambios que no son así: si te echan del trabajo, si tu mujer te deja, si te embargan el piso, si pierdes el móvil o te deja tirado el coche… nos vemos obligados a cambiar, «a la fuerza ahorcan». Pero en esos casos no encontramos ni pizca de «energía transformadora»: ahí sí que se produce la resistencia (mientras nos dejen), el pataleo, la frustración y, en el mejor de los casos y al final del proceso, una aceptación sumisa. Pero nada de impulso, nada autonomía. No pondremos absolutamente nada de nuestra parte.
Lo sorprendente es cómo, en el ámbito de las empresas se ignora una y otra vez esta realidad. Alguien de la planta noble (ayudado en muchas ocasiones por un consultor) hace su análisis y decide que la empresa tiene que cambiar. Da igual si estamos hablando de estrategia, de producto, de cultura, de organización, de tecnología… se inventa un escenario futuro, se inventa unos plazos en los que sí o sí hay que llegar allí, y a continuación le dice a todo el mundo: «esto es lo que hay; hágase». El resultado es habitualmente desastroso: aparecen las resistencias, los pataleos, la frustración. Ni rastro de avance autónomo por parte de las personas, y en consecuencia ingentes cantidades de tiempo y energía dedicados a empujar (a veces de forma más amable, a veces menos) a la gente, a hacer de policías para asegurar que «la cabra no vuelve al monte». Plazos que se alargan, expectativas que se incumplen, presión, rebeliones y boicots, idas y vueltas, confusión.
Así rara vez se llega al cambio deseado; lo más habitual es que tanto desgaste acabe sirviendo para cambiar muy poco, y encima a costa de dejar una organización desnortada, resentida, frustrada, agotada… exhausta.
Y sin embargo, no cabe duda de que las organizaciones tienen que cambiar para adaptarse a la evolución del entorno. Y cada vez más rápido. ¿Cómo hacerlo, si la «imposición del cambio» no funciona?. ¡»No cambiar» no es una opción!. La alternativa no es fácil, pero existe: consiste en promover esos cambios «que nacen de dentro», en conseguir que las personas sean las que estén convencidas de la necesidad de cambiar y que por lo tanto no solo no se resistan, sino que sean una fuerza motriz. A estas personas no hay que empujarlas, ni perseguirlas: avanzan solas, y a sus espaldas llevan a toda la organización.
¿Cómo conseguirlo? Ahí van tres grandes pilares…
- El diagnóstico no se puede imponer, simplemente porque nosotros «ya sabemos cuál es el problema». Todo el mundo tiene que verlo, y no porque se lo contemos nosotros, sino porque lleguen a esa conclusión por sí mismos. No hay atajo posible: si una persona no percibe una situación como problemática, no va a tener ninguna motivación para cambiar. Podemos guiar este proceso, podemos ofrecerles información, podemos hacerles reflexionar… pero hasta que no lo vean, hasta que no «les duela»… no hay nada que hacer.
- Del mismo modo, la «solución» tampoco se puede dar hecha: ni el escenario futuro al que queremos llegar, ni los pasos a dar para alcanzarlo. Es importante que las personas «creen» soluciones por sí mismas, adaptadas a sus circunstancias, a su entorno, a sus capacidades, a su cultura. Nosotros podemos ofrecerles alternativas, guiarles, aconsejarles, darles soporte, trasladar buenas prácticas, fomentar la comunicación… pero los protagonistas son ellos. Una solución «perfecta» que ellos no compren tiene muchas más posibilidades de fracasar que una solución «imperfecta» de la que estén convencidos. A lo mejor así no llegamos exactamente al lugar donde queríamos estar, pero si hemos guiado bien el proceso, si hemos inspirado correctamente, habremos dado pasos en la buena dirección y estaremos más cerca de lo que estábamos antes.
- Igualmente, no podemos predefinir los plazos del cambio. Podemos establecer «sensación de urgencia», podemos poner todos nuestros medios para que la información y los recursos fluyan, podemos incluso establecer incentivos. Pero en última instancia cada persona tiene que recorrer por sí misma el camino del cambio, lo hará a su ritmo, y nosotros no podemos hacerlo por él por mucho que nos impacientemos.
Evidentemente, no es fácil. Ni rápido. Ni sencillo de controlar. A la inmensa mayoría de las personas que conozco incluyéndome a mí mismo (y ni siquiera hablo de «directivos» ni de «jefes»… sino a todos los niveles) les (nos) resulta completamente antinatural. ¿Cómo voy a tener que esperar a que la gente se dé cuenta del problema, cuando yo ya lo sé? ¿Cómo que no voy a ser yo quien defina el escenario futuro? ¿Cómo voy a dejar que cada uno aplique sus soluciones? ¿Cómo voy a dejar que se apliquen soluciones imperfectas cuando yo ya tengo una que es mejor? ¿Cómo es que no voy a poder centralizar? ¿Cómo es que no voy a poder saber cuándo y cómo se completa el cambio? Es mucho más directa, más atractiva, la vía de la imposición. El problema es que no funciona… así que por difícil que resulte, por antiintuitivo que parezca, por incómodo y «descontrolado» que sea el proceso… sólo hay un camino real para el cambio.
¿Tienes un plan? A ver, enséñamelo
«Me encanta que los planes salgan bien», que decía «Hannibal» Smith en El Equipo A
A todos nos encanta que los planes salgan bien. La cuestión es… ¿de verdad tenemos un plan?. Tomemos cualquier objetivo/intención que tengamos en mente. Encontrar trabajo, perder peso, aprender a tocar la guitarra, mejorar nuestra situación financiera, prepararse un maratón, establecernos por nuestra cuenta… lo que sea. Elige tú, mientras lees esto, cualquiera de tus objetivos. Y ahora, justo ahora, localiza el sitio donde tienes escrito tu plan: los objetivos, las acciones, los plazos, los indicadores que te sirven para controlar la evolución, los hitos, los informes de seguimiento periódico, las medidas correctoras que hayas ido tomando…
Apuesto a que una gran mayoría no tiene nada de eso. A mí, desde luego, me pasa. Cada X tiempo me da un punto reflexivo, pienso en distintas cosas que quiero conseguir, «venga, coño, que no se diga». Puede que más o menos, en mi cabeza, formule algunas «vías de acción» nunca demasiado concretas. Incluso puede que durante algunos días, fruto del entusiasmo, vaya haciendo algo. Luego, llega el día a día y se te cruza en tu camino. Sí, en tu cabeza sigues teniendo esa sensación de «jo, yo quería hacer…», pero se pasan los días, las semanas, los meses… y te das cuenta de que has avanzado poco o nada en tus propósitos. Entonces vuelves a empezar, «venga, ahora sí, que no se diga». Un nuevo «subidón» que no tarda en desinflarse de nuevo.
Es curioso. Porque la «receta» para hacer las cosas mejor suele ser bastante sencilla. Hay una serie de métodos y herramientas, con base científica / estadística que te ayudarán; simplemente es cuestión de seguirlas. ¿Por qué, entonces, no lo hacemos? Yo no creo que sea «falta de motivación» (eso que dicen de «si de verdad quieres, puedes»). Probablemente sea una mezcla de exceso de confianza (nos fiamos demasiado de nuestra voluntad/motivación/intuición) y cierto «miedo a formalizar». Parece que esas cosas de «planificar», de «aplicar un método», de «definir objetivos, acciones, indicadores», establecer una rutina de «revisión, ajuste»… suena todo demasiado rígido, demasiado formal, demasiado… ajeno. Qué somos, ¿robots? Total, si no es tan difícil, para que me voy a andar liando, ya voy yo haciendo.
Pero la realidad es tozuda, y se empeña en demostrarnos que sin plan, nos perdemos. Cada vez que nos planteémos un propósito, si de verdad queremos verlo transformado en realidad, deberíamos acompañarlo con un plan que nos sirva de guía de actuación. No tiene por qué ser un complicadísimo diagrama de Gantt; cada proyecto, cada propósito, tiene sus características y debemos adaptar las herramientas de planificación a ellas. No tiene por qué ser complicado, no tiene por qué robarnos tiempo, no tiene por qué ser incómodo.
Cada día tengo más la certeza de que necesitamos planes, métodos, herramientas, rutinas. Ceñirnos a ellos, con todos sus elementos. Con todas sus servidumbres, llegado el caso, también. Porque nuestra naturaleza humana (desde luego la mía) es limitada y poco fiable, tiene tendencia a la dispersión, y a dejar que los buenos propósitos se queden en eso, en un mero propósito, en un «desideratum» que no llega nunca a concretarse.
Si queremos que «los planes salgan bien», más nos vale tenerlos.
El compromiso de la Alta Dirección
Cuando trabajaba en consultoría, y elaborábamos propuestas, recuerdo que solíamos meter una paginita con «factores clave en el éxito del proyecto» donde uno de los ítems más relevantes era la frase «Apoyo de la Alta Dirección». Visto desde el punto de vista complementario, cuando se hace referencia a «factores de fracaso en la implantación de proyectos», se suele citar la «falta de compromiso de la Alta Dirección» como uno de los más relevantes.
Ah, la «Alta Dirección», ese colectivo tan escurridizo.
A medida que han ido pasando los años, esa frase del «compromiso de la Alta Dirección» ha ido evolucionando para mí de ser una frase estándar que se mete en las propuestas (junto a muchas otras) porque «toca», a ser algo de lo que estoy absolutamente convencido.
Si la «Alta Dirección» no está comprometida con el proyecto, tarde o temprano acaba saltando la liebre. Porque cualquier proyecto que sea mínimamente relevante, transformador, de impacto… se va a encontrar en su desarrollo con dificultades. Cualquier cambio implica incomodidades, levantamiento de ampollas, resistencias, conflictos. Esos conflictos acaban, irremisiblemente, subiendo la escala jerárquica hasta arriba del todo. Y ahí, en las alturas, una de dos: o la Alta Dirección apuesta inequívocamente por el proyecto, asumiendo todas sus implicaciones (incluyendo las incomodidades que genera), o por el contrario se empiezan a generar dudas, nervios, cambios de enfoque y soluciones de compromiso… cuando no directamente decisiones que dan en la línea de flotación del proyecto y acaban tumbándolo, por la vía rápida o por el abandono progresivo.
El problema es que «el compromiso de la Alta Dirección» es algo extremadamente difícil de conseguir. En primer lugar, «la Alta Dirección» no suele ser una entidad monolítica, sino más bien una amalgama de intereses y equilibrios de poder; un colectivo que en ocasiones puede hacer como que está de acuerdo, pero en el que cada componente tiene su agenda, sus afinidades y sus objetivos. Así que conseguir que todos ellos alcancen el nivel de compromiso necesario con un proyecto es, las más de las ocasiones, una auténtica quimera. Pueden decir que sí, pero la realidad es que en cuanto empiezan las dificultades no tardan en hacerse evidente las fisuras.
Y eso en el caso, claro, de que tengan un nivel mínimo de conocimiento del proyecto. En muchas ocasiones, se da por conseguido «el compromiso de la Alta Dirección» porque se les ha enviado por correo un powerpoint, o se ha proyectado durante 10 minutos en un Comité junto a otra decena de temas. Nadie debería confundir este conocimiento superficial con «compromiso». Porque al final, «compromiso de verdad» (del personal, del que te llevaría a partirte la cara por algo) se tiene en el mejor de los casos con dos o tres proyectos; el resto son cosas que «bueno, vale, mientras no dé problemas».
Por lo tanto, siendo realistas, hay un número muy limitado de proyectos que tienen ese nivel de respaldo crítico para el éxito. El resto se ponen en marcha con la secreta esperanza de que no generen conflicto o de que, si lo genera, «ya se gestionará, a ver si la moneda cae de nuestro lado». El resultado: muchos proyectos que se empiezan y se quedan a medio camino, porque en cuanto empiezan a hacer algo de ruido (e insisto en la idea que esbozaba antes: cualquier proyecto mínimamente importante acaba generando ruido, no hay proyecto de transformación que resulte inocuo) se someten a la «prueba del nueve» del compromiso de la Alta Dirección… y no la pasan.
La triste realidad es que para una empresa de consultoría esto es algo, esencialmente… irrelevante. Por que sí, vale, tú pones en marcha los proyectos para que sirvan para algo… pero si se ahogan antes de llegar a la orilla pues mala suerte, tú facturas la dedicación, has pagado a los consultores, has metido en la buchaca de los socios su parte correspondiente, puedes poner en tu paginita de «referencias» que hiciste un proyecto para tal empresa (que saliese bien o regular, ¿quién lo va a saber?)… y aquí paz, y después gloria. Sí, vale, es frustrante para tu prurito profesional… pero si sobrevives en el mundo de la consultoría, aprendes a vivir con ello (y muchos, sin ningún remordimiento).
La situación es un poco más difícil para quienes impulsan proyectos desde dentro de la propia empresa. A diferencia de los consultores, que se marchan por donde han venido, el directivo que impulsa un proyecto suele (salvo fracaso sonado de los de «cortarle la cabeza») permanecer, y por lo tanto tiene que gestionar equilibrios más delicados. Tiene que ir trabajando en sus proyectos «en modo stealth» mientras va haciendo la venta interna en busca del compromiso; hasta que en algún momento tiene que valorar si cuenta con el grado de apoyo necesario como para pasar el proyecto a «modo público». Algo que, en ningún caso, se hace con el 100% de seguridad sino que se asume un determinado nivel de riesgo que además hay que mantener vigilado porque puede fluctuar a medida que el proyecto se va desarrollando y se van generando conflictos. Permanentemente hay que sopesar hasta qué punto mantenerse firme en los planteamientos del proyecto, y a qué se puede renunciar sin perder su esencia en aras a un mayor consenso. Y en última instancia, si la cosa no sale bien, tiene que gestionar sus propias expectativas y frustraciones, además de las de su equipo, y el impacto que tiene el resultado final del proyecto en su su credibilidad, sus apoyos… y por lo tanto en su capacidad de impulsar otros proyectos.
He de confesar que que, como consultor «de salón» (y cada día me da menos empacho etiquetar así aquella etapa), tendía a observar todo esto desde fuera con cierta suficiencia… producto del desconocimiento. En esta etapa más metido en la trinchera, estoy aprendiendo a entender mucho mejor esta dinámica, y a valorar la dificultad que tiene para «el de dentro» impulsar, defender y gestionar los avances en un proyecto, palmo a palmo, encajando los pequeños o grandes reveses que se pueden producir. Algo para lo que no todo el mundo está preparado/dispuesto, porque hace falta mucho de eso que llaman «resiliencia», y «tolerancia a la frustración». Muchos prefieren, en contraposición, adoptar un perfil bajo, limitarse a proyectos de bajo riesgo que generen pocos problemas, y se achantan en cuanto la cosa se pone mínimamente fea; para eso no se necesita el compromiso del la Alta Dirección.
Pero ésos… ésos nunca cambiarán nada.
El metabolismo basal de los proyectos
El metabolismo basal es un concepto fisiológico que indica la cantidad de energía que un organismo necesita para subsistir. Llevado al extremo, quiere decir que incluso quedándonos tumbados en la cama todo el día, sin hacer nada de nada, nuestro cuerpo consume energía (y no poca).
Y llevado al ámbito de la gestión de proyectos… ocurre exactamente igual. Uno piensa, en su ingenuidad, que un proyecto necesita energías para progresar, para crecer, para que se hagan cosas, para incorporar novedades… para avanzar. Que uno puede poner todo su foco y sus esfuerzos en ello. Y sin embargo, la realidad es que los proyectos también tienen un «metabolismo basal», también requieren (no poca) energía no ya para crecer y desarrollarse, sino meramente para subsistir, para no morir.
Uno piensa que su esfuerzo debe estar en visualizar el futuro, en identificar prioridades, en hacer unos buenos análisis, en crear unas buenas especificaciones, una buena planificación, un buen encaje de tareas. Y que luego ya todo es «pan comido» porque simplemente se trata de que cada uno haga su trabajo. Pero resulta que no, que luego resulta que las especificaciones se ignoran, que cada uno hace su trabajo bien, o mal… o no lo hace. Que lo que se acuerda en una reunión luego se da por olvidado. Que las prioridades que establece son ignoradas. Que los procesos que defines se saltan a la torera. Que los compromisos se los pasan por el forro. Que el que un día te dice «sí, sí, sí» luego hace «no, no, no».
Y acaba uno dándose cuenta de que de toda la energía que puede ofrecer a un proyecto, gran parte (cuando no toda) hay que dedicarla a satisfacer ese «metabolismo basal», a conseguir no ya que el tren avance, sino que no vaya para atrás o no descarrile. Y mientras tanto, piensas en qué pasaría si en vez de tener que gastar tanta energía en eso pudieras dedicarla a otra cosa…
En esta tesitura, cabe reflexionar sobre cómo podríamos hacer que el «metabolismo basal» fuese más pequeño, cómo disminuir la energía que tenemos que decicar a la mera subsistencia, para así poder dedicar más al crecimiento. Y se me vienen a la cabeza algunas cuestiones relacionadas con organización, con comunicación, con herramientas, con procedimientos, con reparto de responsabilidades… pero al final, al final, todo queda ensombrecido por un factor clave: las personas. Cuando hay personas comprometidas, responsables, autoexigentes, solidarias… todo lo demás es accesorio; de hecho, ellas mismas encuentran la forma de auto-organizarse para sacar adelante las cosas, no necesitan que nadie les proporciones lo que no es más que sentido común. Y cuando no las hay, ni la mejor organización del mundo, ni el proceso mejor definido, ni la metodología de trabajo más avanzada, ni la herramienta más sofisticada, ni los canales de comunicación más perfectos… van a conseguir nada.
En definitiva, ese perfil de persona es necesario y suficiente. Todo lo demás, ni es necesario, ni es suficiente.
Productividad sobre aguas turbulentas
Llevo un tiempo dándole vueltas a cuestiones relacionadas con la «productividad personal«. Esa disciplina que te permite, en teoría, hacer el mejor uso posible de tu tiempo. Y he de reconocer que, sin ser un experto, me gusta la filosofía y las técnicas que hay detrás.
Sin embargo, hay un punto en el que todavía no he conseguido encajar bien todas las piezas. Comentaba hoy mismo en un tuit que «El problema no suele ser tener «mucho qué hacer», sino hacerlo en condiciones de incertidumbre«. Y en verdad lo pienso. Porque si uno tiene muchas cosas que hacer, está «desbordado»… cualquier sistema de productividad personal te va a permitir poner orden, establecer prioridades… y luego simplemente es cuestión de ponerse. Pim, pam, pim, pam… y se van resolviendo «to dos» o «quehaceres», a veces con más concentración, otras con menos… pero digamos que es cosa de organizarse mínimamente y luego aplicar «fuerza bruta» a la ejecución.
La verdad, ójala ése fuera todo el problema.
Pero te encuentras, en el día a día, con muchas situaciones grises que impiden aplicar ese esquema. Por ejemplo, con tareas que no están bien definidas. «Pues lo que hay que hacer como primera tarea es clarificar la tarea», dirán los puristas del sistema. Ya, en un mundo ideal tenemos en el minuto cero todos los datos, o es cuestión de buscar en algún sitio, o de preguntarle a alguien que además está siempre disponible, y tiene la respuesta que queremos. En definitiva, que tenemos en nuestra mano «clarificar la tarea». Y que además no corre el reloj, y las fechas de entrega no se acercan. Pero en la vida real, tienes que trazar un plan «medianamente viable» aunque no sea perfecto, e ir ajustando sobre la marcha. Pero eso implica que en muchas ocasiones no tienes claro por dónde avanzar, ni tienes claro si el esfuerzo que estás dedicando a una tarea finalmente tendrá sentido, ni puedes quitarte la sensación de impotencia de un proyecto que «debería avanzar» pero no sabes muy bien cómo lograrlo.
Por no hablar, claro está, de cuando estás en un entorno corporativo en el que las prioridades son volátiles, sujetas a mil y una historias, donde hay decenas de cocineros metiendo la cuchara en el guiso movidos cada uno por su interés, donde lo que es importante para uno no es importante para el otro, lo que hoy es una prioridad mañana se deja de lado… pero sólo hasta que alguien se acuerda y vuelve a convertirse en «proyecto estrella».
Sí, sé de sobra que esto no es un problema de «productividad» propiamente dicho, sino de organización, de comunicación, y si me apuras de estrategia/liderazgo. Un colectivo debería tener claro a dónde va (de forma flexible, sí, pero sin bandazos), debería tener una organización clara (donde esté perfectamente definido quién decide qué, y quién es responsable de qué), y unos canales claros que permitiesen que la comunicación fluyese de forma clara, puntual e inequívoca. Eso sin duda ayudaría a limitar (que no eliminar) el grado de incertidumbre, y permitiría aplicar los criterios de productividad de forma más razonable. Pero no siendo así, me temo (al menos yo no he sabido cómo evitarlo) la productividad se ve arrasada por la incertidumbre.
Primero las personas, luego los proyectos
Reunión de máximos responsables en una empresa. Analizan su estrategia, y toman decisiones. «Hay que…». Y esos «hay que» (de los que unos salen más convencidos que otros) se transforman en proyectos. Puede ser «hay que implantar SAP», «hay que extenderse al mercado latinoamericano», «hay que ser más 2.0». Da igual. Son proyectos que nacen en la cúpula… y caen hacia abajo. Y cuanto más grande es la organización (o mejor dicho, más jerárquica; que suele haber correlación entre ambas pero no es lo mismo), más distancia hay entre quien decide el «hay que» y el que «le toca» ejecutar.
Porque los proyectos, en las empresas, «te tocan». La inmensa mayoría de las veces da igual si te motiva, si te interesa lo más mínimo, si entiendes los «por qués» y los «para qués», si estás capacitado para realizarlo… da lo mismo, es un «hay que», y te ha tocado.
Y luego así pasa lo que pasa: que los proyectos van languideciendo porque el 90% o el 100% de los implicados en él no lo entienden, o les da igual (lo hacen porque «es su trabajo» pero sin ningún punto de motivación… así que si nadie me persigue lo voy dejando), o carecen de las capacidades necesarias para llevarlo a buen puerto.
Y si el «hay que» efectivamente era necesario y relevante para la compañía, se llega tarde, mal… o nunca. O lo que es peor, igual resulta que ni siquiera el «hay que» era importante (fue un capricho de algún directivo, o una moto vendida por algún gurú o algún consultor, o una decisión tomada sin un análisis suficiente, o ya no era el momento, o…) y un grupo indeterminado de personas se han pasado semanas o meses (o años) mareando la perdiz. Cuánta energía desperdiciada.
Creo que hay otra forma de hacer las cosas. Puede que «los de arriba» tengan determinadas visiones sobre lo que hay que hacer. Pero tienen que estar convencidos ellos los primeros (pero convencidos de verdad, con las entrañas, no «de cabeza»). Y si quieren que salga bien el proyecto, no pueden «imponérselo» a la organización; tienen por el contrario que ir ganando adeptos a la causa, seduciendo, convenciendo (con el mismo nivel de convencimiento que el suyo) a las personas necesarias, consiguiendo que hagan suyo el proyecto. Dando tiempo para que eso suceda. Y si no sucede, si no consigues reclutar para tu causa a la gente (en número y perfiles) necesaria… mejor dejar el proyecto estar. De nada sirve empeñarse en meterlo con calzador, porque nos encontraremos en la situación descrita al principio; una pérdida de tiempo y energía (y dinero, por cierto).
Y por supuesto no son sólo «los de arriba» los que pueden tener «buenas ideas» o visiones. «Los de abajo» también tienen ideas, y muchas veces mejores en la medida en que están pegadas a la realidad. Si cualquiera de la organización está convencido de que algo puede funcionar, desde luego primero hay que escucharle. Y darle cancha, sin atosigarle, ni matar su pasión. Hay que allanarle el camino, darle tiempo, facilitarle su labor evangelizadora, abrirle puertas para que convenza a quienes necesite. Aceptar incluso el error, si sucede. O que el proyecto no llegue a ningún sitio. No pasa nada, a veces las cosas no salen bien. Pero hay que dar la oportunidad de que sí salgan bien.
En definitiva, los proyectos son «semillas» que tienen que crecer sobre la base de las personas. El mejor proyecto del mundo sobre el papel no sirve de nada si no es ejecutado por personas con el perfil adecuado y con el convencimiento suficiente. Más que poner «cabezas pensantes» a definir proyectos y endosárselos a «la gente que tenemos», se trata de «cultivar» los perfiles de la organización (seleccionarlos, formarlos, estimularlos…) para que los proyectos florezcan sólos.
Más fácil de decir que de hacer, ¿a que sí?
Cuatro meses de vacaciones
Llevo unos meses metido «de hoz y coz» en un proyecto muy interesante. Y una de las cosas que lo hacen interesante es su carácter transversal. Es decir, estoy en contacto con muchas personas de muchas áreas de la empresa cliente. Eso incluye recursos humanos, administración, control de gestión, sistemas, y también operaciones, con muchos centros de trabajo distribuídos y con distintos niveles de supervisión.
Pero durante este verano, ese hecho se ha vuelto en mi contra. Y me explico.
En mi época de «consultor corporativo», todo el mundo se cogía vacaciones en agosto. Alguno las adelantaba una o dos semanas en julio, y alguno las dejaba para irse la primera quincena de septiembre… pero vamos, en general estaban muy concentradas. Se daba por hecho que los clientes (en general) se iban en agosto, por lo que era el mes que nosotros también aprovechábamos (o nos hacían aprovechar, ya me entendéis).
Sin embargo, en este proyecto todo se ha complicado. Para empezar, este cliente no cierra en agosto, ni mucho menos. Por lo tanto, ni en las operaciones ni en los servicios centrales hay ningún incentivo para concentrar las vacaciones en agosto. De hecho, se organizan para irse unos antes, otros después, solapándose más o menos para dejar cubiertas las responsabilidades (insisto en el «más o menos»; el que se queda «de guardia» puede apagar los fuegos de sus compañeros ausentes, pero siempre de forma reactiva… y eso en el mejor de los casos). Total, que algunos empezaron con las vacaciones en junio, y otros terminarán bien entrado octubre. Y alguno se guardará alguna semanita para más adelante.
El problema lo tengo yo, el del «proyecto transversal». Avanzar durante estas semanas ha sido complicado. No es ya que algunas cosas concretas se queden casi paradas durante las tres o cuatro semanas que su responsable se va. Es que cuando intentas coordinar asuntos que afectan a varios departamentos, resulta que cuando no falta uno falta el otro. Y cuando el uno se incorpora, es el otro el que «yo ya la semana que viene me voy». Y todo se enfanga, se ralentiza… y aquí seguimos.
Ah, si alguien se pregunta por mis vacaciones… se limitaron a una semana (que incluía un festivo; o sea, cuatro días en realidad). Pero con el patio como está, no es algo de lo que uno se pueda quejar.
Consultor de trinchera
Abandonadito que tengo el blog. Y muchas otras cosas. En los últimos tiempos he dado en implicarme en un proyecto de consultoría bastante absorbente… y en esas ando. Y es que a mi edad (ya van para 12 años de vida profesional) estoy descubriendo un «nuevo» mundo para mí: la consultoría de trinchera.
Efectivamente, en mi primera etapa como consultor «de negocio», o «de organización», o «de estrategia», o de «recursos humanos» (dependiendo del momento), la inmensa mayoría de mis proyectos eran más de «consultoría de salón». Algunos con más trabajo de campo, otros con menos… pero en general todos acababan con un informe final, un bonito powerpoint al que perdías de vista. Rara vez llegabas a saber si tus conclusiones, tus propuestas, tus ideas… llegaban a implantarse, o si se iban directamente a una estantería a coger polvo. Durante un tiempo eso fue para mí una fuente de frustración; ¿para qué tanto esfuerzo, para qué tanto remar, para qué tanta paja mental… si al final no acababas de ver el impacto de lo que estabas haciendo?
Sin embargo, en esta ocasión me he metido (además, de una forma bastante poco ortodoxa; fui allí para echar una mano con un tema puntual y he acabado implicándome a un nivel tremendamente operativo… pero eso es otra historia) «de hoz y coz». Es decir, yendo mucho más allá de los powerpoints (que también los hay, de vez en cuando), y trabajando para una implantación real, incrustado entre las «tropas» del cliente, coordinando temas de sistemas, de administración, de operaciones… lidiando con resistencias organizativas, con conflictos políticos… en fin, que no me aburro.
¿Y qué me parece todo esto? Pues la verdad, depende del rato. Hay momentos en los que estás desbordado, en los que hay elementos que escapan de tu control, en que las cosas se tuercen… y piensas en lo bien que vivías cuando estabas tranquilo con tu powerpoint, y que quién te habrá mandado bajar al barro. Y hay otros momentos en los que, en el fragor de la batalla, consigues dominar los elementos y sientes que estás haciendo avanzar el barco en la dirección adecuada, que tu aportación está teniendo un impacto real en la organización más allá de haber juntado cuatro letras en un documento. Y eso es satisfactorio.