El poder de la reflexión en el día a día

El día a día nos come

Suena el despertador. Te pones en marcha. Tienes la agenda del día en la cabeza: las reuniones, las llamadas, los informes. No te olvides de esto, ni de aquello. Pones a los niños en funcionamiento, desayunas a toda prisa, te metes en el atasco, llegas a la oficina, te cruzas con Fulano y con Mengana. Tu pila de tareas pendientes no decrece, sino que crece.

Llega la tarde noche, llegas con poca energía a casa. Lo poco que te queda lo gastas en hacer sostener la relación familiar, en cenar… antes de derrumbarte en el sofá ante la tele o con el móvil, y anestesiarte un poco antes de irte a dormir.

Así se pasa un día y otro, y llegas al fin de semana y puedes atender la logística de la casa, hacer algo de vida social y, con suerte, descansar un poco. Y así se pasa una semana y otra. De vez en cuando te asalta la necesidad de parar, quizás en unas vacaciones, o asociadas a un cambio profesional o a un evento vital. Pero rápidamente te ves de nuevo de cabeza en la rutina, y vuelven a pasar días, semanas, meses y años.

¿Cuántos momentos tienes, dentro de esa inercia, para «parar y pensar»? La sensación que yo tengo, cuando miro a mi alrededor, es que en general tenemos muy pocos. No tenemos costumbre, y el día a día nos arrasa.

¿Para qué nos sirve reflexionar?

Encontrar momentos y herramientas que nos permitan reflexionar nos da un poco de «aire» dentro de esa dinámica tan perversa. Nos da la oportunidad de salirnos de la rutina, de observarnos, de analizarnos… y de plantearnos que, quizás, tengamos que hacer algo de manera distinta. Porque, sin esos momentos de reflexión, es muy difícil que tomemos las riendas de nuestra vida; simplemente vamos montados en ella, como un pasajero subido al vagón de una montaña rusa.

Esa capacidad de salirnos de la inercia, de los automatismos, es fundamental para poder hacer cosas de manera diferente. Como ya expuse en alguna ocasión, la consciencia es el primer paso para cualquier cambio que queramos hacer.

Espacios y herramientas para reflexionar

Hablaba el otro día con mi amigo Alberto sobre su rutina de reflexión y cómo, algunas mañanas, él hace por madrugar un poco más y dedicar un espacio de tiempo (antes de que el resto de la casa amanezca, y de que la maquinaria del día a día se ponga en marcha) para hacer un poco de meditación, escribir en un diario o leer y digerir un fragmento del Tao Te Ching.

Yo también le contaba como, durante un tiempo, tuve instalada en mi móvil una app que, a lo largo del día, hacía sonar un «cuenco tibetano» y que para mí era la señal para dejar lo que estuviera haciendo, parar un poco y tomar un poco de perspectiva.

Puede que te suene un poco «místico», o «hippie», o «friki». Da igual, la solución de Alberto no es la mía, y la mía no es la tuya. Meditación para principiantes, journaling, lecturas inspiradoras, un podcast, libros de «autoayuda», vídeos de youtube, frases motivacionales, escribir un blog, un twittero que te llame la atención, el refranero castellano… cada uno puede encontrar la herramienta que más cómoda le resulte.

Al final eres como un botijo: lo que sale de ti es el resultado de lo que metes. Si no prestas atención a lo que usas para alimentar tu mente, si dejas que todo sea el resultado de tu rutina diaria… difícilmente vas a poder ofrecer al mundo nada diferente.

Lo importante, quizás, es crear el espacio para que eso suceda, y convertirlo en rutina. Que, como la grasa del jamón, sean vetas entrelazadas con ese día a día que de otra forma nos come.

Paladear, no engullir

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Quizás un riesgo, que yo sin duda he experimentado, es que queramos someter esos momentos de reflexión a la misma velocidad con la que afrontamos el día a día. «Productividad» aplicada a la reflexión. A ver cuántas frases motivacionales puedo ver en una hora haciendo scroll en Pinterest. A ver si me acabo este libro en tres días, y así puedo leer casi 100 en un año. Voy a ver todos los artículos interesantes que comparten todas las personas a las que sigo en redes sociales. El número de impactos que recibimos en el día a día no deja de crecer, y aun así nos esforzamos en intentar abarcarlo todo.

Esta forma de engullir contenidos hace que nos quedemos, la mayoría de las veces, en su superficie. Sí, lo leemos. Sí, lo entendemos. Pero como no le damos vueltas, no dejamos que nuestra mente haga conexiones, que divague, que rumie, que lo ligue a nuestra experiencia… lo olvidamos fácilmente y acaba siendo intrascendente.

Hace tiempo decía que normalmente no necesitamos «más contenidos», sino trabajar con mayor conciencia aquellos que ya caen en nuestras manos. Un buen libro puede dar para semanas de reflexión. Una sola idea, si nos esforzamos en extraerle todo su jugo y en aplicarla en el día a día, puede tener un impacto mucho mayor en nuestra vida que pasar de puntillas por decenas de ellas. Más vale pájaro en mano, que ciento volando.

Aunque sea vendiendo palos

Vender palos y el umbral de rentabilidad

Hablaba hace tiempo con un amigo, responsable de un grupo grande de consultoría. Le preguntaba que qué tal le iba, y entre otras muchas cosas me contaba sus objetivos. «Este año tengo que vender un millón de euros… aunque sea vendiendo palos».

«Vender palos» significa vender todo lo que se pueda. ¡Disparar a todo lo que se mueva! ¡Fuego a discreción!

Es normal. Si lo piensas, en unas circunstancias como las de mi amigo, los «costes fijos» son muy elevados: un equipo grande, con sus sueldo y demás costes asociados. Unas oficinas molonas en el centro. Una contribución significativa a las cuentas de resultados de la compañía. El «umbral de la rentabilidad» está muy arriba, y hay que vender mucho para, simplemente, no perder.

El riesgo de vender palos

Lo que pasa es que, con esa visión de «vender palos», es fácil perder el rumbo.

La presión por vender te puede hacer meterte en proyectos para los que no estás preparado. Temas en los que ni tú ni tu equipo tiene la experiencia y los conocimientos suficientes para salir con bien. Proyectos que acabarán siendo un suplicio para todos los implicados, y dejando un sabor de boca regular en el cliente. Pero oye, hay que facturar, así que… «consigamos el proyecto y luego ya veremos».

También corres el riesgo de empujar a los clientes más de lo necesario, buscando convencerles de que te compren proyectos que en realidad sabes que no están necesitando. Proyectos de los que no van a obtener un valor relevante, o que por sus circunstancias no van a funcionar. Ya, ya, a ti te da igual porque «yo hago el proyecto, facturo… y allá cada uno».

Y también puede suceder que ese ansia por vender te acabe juntando con clientes con los que la cosa «no fluye», con los que no hay una comunión de valores, o de formas de hacer. Organizaciones y personas con las que no trabajas a gusto pero que hay que aguantar porque «la pela es la pela»

La alternativa a vender palos

¿Qué otra forma distinta hay de hacer las cosas?

Lo primero es tener claro en qué tipo de proyectos puedes aportar valor, y en cuáles no. Y ceñirte a los primeros. Eso implica que habrá proyectos a los que no te vas a presentar. E incluso ocasiones donde a un cliente, cuando te pida algo, le tendrás que decir «eso yo no lo sé hacer».

También hay que ser extremadamente honestos con los clientes, y perseguir los proyectos solo en aquellos casos donde tenga sentido por sus necesidades, su situación… De nuevo, eso implica en un momento determinado decirle a los clientes «no lo veo, por este motivo y por este otro».

Y por último, también hay que saber cuándo decir que no a un cliente porque detectas «malas vibraciones». Puede que sea un proyecto en el que podrías aportar valor, que el cliente necesita… pero hay un feeling que no funciona. Es mejor dejar pasar esa oportunidad que verse metido en una relación difícil.

¿Estás perdiendo dinero?

Puedes pensar, leyendo esto, que así «estás perdiendo dinero». Supongo que es cierto.

Pero, al menos en mi forma de ver las cosas, hay veces en las que merece la pena ese dinero que dejas de ganar, si a cambio lo que tienes es una cartera de proyectos donde aportas verdadero valor a clientes que lo necesitan y con quienes generas una relación enriquecedora.

Creo que es bueno a corto plazo (porque la experiencia profesional es más satisfactoria), y también a largo plazo. Y es que la estrategia de «vender palos» pueden significar pan para hoy y hambre para mañana, si en el mercado se empieza a generar la sensación de que «disparas a todo lo que se mueve» sin demasiados escrúpulos.

No soy ingenuo. Por supuesto, todos tenemos una facturación mínima que tenemos que alcanzar, y llegado el momento haremos lo que haya que hacer. La cuestión es que, si tu estructura de costes es más ligera y tu ambición más moderada, tienes mucho más margen de maniobra para poder elegir

Entrevista a Antonio de Ancos

Conocí a Antonio de Ancos en una charla que di en Madrid sobre aprendizaje. En el turno de preguntas, me «atizó» con la pregunta que, a día de hoy, no se me ha olvidado.

«¿Y tú todo esto cómo lo haces?»

Luego hemos ido interactuando más, leyéndonos mutuamente, hemos comido y tomado algún café. Y hace un par de semanas pensé, «¿y por qué no le invito al podcast?».

Antonio se autodenomina «consultor en sentido común», aunque se disfraza de consultor SAP. Lleva 20 años por esos mundos de dios, conociendo todo tipo de organizaciones y proyectos, y acumulando historias. Tiene una visión muy clara de lo que es el mundo del trabajo, la consultoría, lo de ser freelance (o no), lo que tiene sentido y lo que no.

En nuestra conversación pasamos por muchos sitios relacionados con carrera profesional, con aprendizaje, con marca personal y redes sociales, con networking… y tantos otros.

¡Gracias, Antonio!

Página en blanco

Nos quejamos muchas veces de todas las cosas que «tenemos que hacer», de los compromisos adquiridos, de lo que nos mandan nuestros jefes, de las obligaciones del día a día que no te dejan tiempo para ti. ¡Quieres ser libre! ¡Quieres ser tú quien lleve las riendas!

Y un día te dan un cuaderno en blanco, y un lápiz. Y te dicen «venga, ¿no querías ser libre? ¿no querías ser tú quien llevara las riendas? ¿no querías escribir tu propia historia? Pues empieza».

Ten cuidado con lo que deseas, porque igual un día se hace realidad.

¿Cuánto vale lo que hago?

Intentando monetizar

Hace unos días leía un post en el que el autor contaba, con cierta frustración, su experiencia en el lanzamiento de un «infoproducto». Cómo después de años de generar contenidos gratis, de haber hecho un esfuerzo en la producción de su material, de haber notado el (presunto) interés de la gente… a la hora de la verdad las ventas no estaban respondiendo como hubiera deseado.
Coincidía en el tiempo con la noticia de una (presunta) «influencer» que, con miles y miles de seguidores, había intentado poner a la venta unas camisetas… sin ni siquiera ser capaz de vender el pedido mínimo que le exigía el fabricante para producirlas.

Hoy mismo he entrado en el Patreon (plataforma en la que distintas personas pueden hacerte de «micro-mecenas» con pagos mensuales para sufragar tu actividad) de alguien a quien sigo. Desde hace semanas lleva hablando de su patreon, y ha acumulado la friolera de… 1 mecenas.
Los proyectos en plataformas de crowdfunding tienen una tasa de éxito entre el 10% y el 30%. Es decir, que la inmensa mayoría de personas que abre un Kickstarter o similar con la esperanza de conseguir financiación para sus proyectos… se va con el rabo entre las piernas.
Pero vamos, que no tengo que irme tan lejos. Yo mismo he tenido experiencias (un curso abierto que intenté montar en su día, una web de venta online…) en las que he puesto en marcha iniciativas  que creía que iban a funcionar… y ni de casualidad.

La fantasía del valor

Hay un meme por ahí que refleja una dura realidad: «En su cabeza era espectacular».
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En nuestra cabeza, nuestras ideas son espectaculares. Nos parece que ese proyecto que queremos hacer nos lo quitan de las manos. Esas clases que queremos ofrecer, ese proyecto tan bueno que tenemos entre manos, ese libro que tanto nos ha costado crear. ¿Cómo va a salir mal? ¡Si es estupendo! No tenemos más que «enseñar la patita» y empezaremos a vender como rosquillas.
Esto se agrava más aún en este mundo de «redes sociales» donde tener visitas, followers y likes parece una medida del interés real que generamos. Sacamos pecho de nuestra relevancia, de nuestra llegada al público. Nos pasan un poquito la mano por el lomo, y pensamos: «la cantidad de valor que estoy aportando… lo influyente que soy… ¡en cuanto quiera, me hago rico!». Añádase un caso de éxito de esos que demuestran que «es posible» (sin contarte todos los que se quedaron en el camino)… y ya está, vía libre para nuestras fantasías.
Y entonces es cuando pedimos dinero a cambio de lo que aportamos, y nos damos cuenta de que… a ver, espera. Que un like es un like, pero lo de rascarse el bolsillo es otra cosa.

¿Realmente aportas valor?

El mercado es un mecanismo muy puñetero, y en muchas ocasiones una bofetada de realidad. Ya expliqué en alguna ocasión la relación entre coste, valor y precioUna transacción económica es lo que certifica el valor que se está aportando.
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Todo lo demás son brindis al sol, fantasías y cuentos de la lechera. Por supuesto, tú tienes derecho a creer que lo que aportas es muy interesante y valioso… pero salvo que encuentres una contraparte que esté de acuerdo, está todo en tu cabeza. Mientras no se demuestre lo contrario, el panadero de la esquina aporta más valor que tú.
Lo cual no quiere decir que no lo intentes. Pero sí que lo hagas desde una perspectiva muy humilde, en la que no esperas que los demás valoren lo que tú ofreces… sino que te dediques a investigar qué es lo que los demás valoran para ofrecérselo. ¿Ves el cambio de perspectiva?
¿Quién es tu público objetivo? ¿Qué es lo que necesita? ¿Por qué está dispuesto a pagar (sabiendo que una cosa es que te digan que «están dispuestos a pagar» y otra que lo acaben haciendo)? Y considera cualquier lanzamiento no como un punto de llegada, sino como un punto de partida: ¿cómo están reaccionando a lo que he lanzado? ¿qué les está resultando verdaderamente útil? ¿cómo podría ser más útil para más personas?
Si das respuesta a estas preguntas, y lo haces de manera efectiva, es posible que haya gente dispuesta a darte dinero a cambio.

Aferrados a un sueño egoísta

La gran trampa, en este caso, es el ego. Estamos muy apegados a nuestras ideas, a nuestra visión del mundo. Sabemos lo que para nosotros es importante, por lo que nosotros pagaríamos… y resulta difícil «bajarse del burro» para ponerse en la piel del otro, para aceptar su punto de vista y lo que considera valioso.
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Y añádase también que resulta difícil dejar atrás nuestras fantasías en las que «podemos vivir haciendo lo que nos gusta»… ¿quién no tiene apego por un plan que consiste en «que me compren camisetas», o «me compren un curso online», o «me compren un pdf», o «me compren mis fotos», o «me paguen por viajar y hacer vídeos de mis viajes», o «me paguen por jugar a videojuegos»? Lo de bajar a la mina, o echar 8 horas en una línea de montaje, o pasar tus días aguantando al público o a un jefe pesado o interminables reuniones inútiles… es para otros. No para ti, porque tú eres especial.
Pero ah, la vida es dura. Y resulta que la mayoría de las veces de la petanca no se puede vivir.

Tienes derecho a intentarlo

Por supuesto que sí. Tienes derecho a intentarlo. El grial del Ikigai, ese punto dulce donde lo que amas, lo que haces bien, lo que el mundo necesita y lo que alguien está dispuesto a pagar confluye. ¡Una aspiración completamente legítima!
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El diagrama del Ikigai es muy aparente, y te puede aportar reflexiones útiles. Tómalo como una referencia, como la estrella polar que te indica la dirección, y no como un objetivo en sí mismo. Porque no creas que va a ser fácil conseguirlo; de hecho, lo más probable es que no lo alcances nunca. Tendrás que asumir en tu camino una cuota importante de frustraciones y de compromisos.

¿Cuánto vale lo que hago?

Si quieres una respuesta a esa pregunta, no tienes más que salir al mercado y comprobarlo. Intenta vender eso que haces, a ver cuánta gente encuentras dispuesta a pagar por ello y cuánto dinero consigues.
¿Menos de lo que esperabas? Digiérelo cuanto antes, lame tus heridas, y pon el foco en aquello por lo que los demás están dispuestos a pagar.
 

Cuestión de preferencias

Dos maneras de pensar

Cuando empecé a trabajar con más intensidad con mi amigo Alberto, no tardamos en encontrar puntos de fricción. Uno de ellos tenía que ver con su tendencia a hilar ideas en las conversaciones. Iniciábamos la conversación y él iba enlazando un punto, con otro, con otro… Llegaba un momento en que yo me saturaba. Lo que yo necesitaba era irme a mi escritorio, con papel y lápiz, y «poner orden» en las ideas. Estructurar, pensar… antes de seguir hablando.

Aquello nos generaba un malestar difuso. Yo notaba cómo me ponía nervioso cuando las conversaciones se alargaban, cómo me removía en mi asiento. Pero también notaba cómo, cuando yo decía cosas del tipo «bueno, pues hacemos un poco de reflexión individual cada uno por nuestro lado» él se envaraba un poco.

Un día, tomando una cerveza, salió el tema. «Es que yo pienso mejor hablando», me dijo. ¿Cómo? «Sí, cuando estoy solo delante de un papel no fluye nada, pero mientras hablamos las ideas van viniendo a mi cabeza y llego a conclusiones de manera mucho más fácil».

O sea, justo al revés que yo. Por mucho que me costara entenderlo, ésa era la realidad. Mi manera de pensar no era la que a él le resultaba cómoda, y viceversa. Normal que, cuando nos hacíamos jugar en terreno contrario, estuviésemos incómodos.

Aquella conversación fue reveladora, y un punto de inflexión. Desde entonces, conscientes de las diferentes preferencias, fuimos probando fórmulas para reducir esa fricción.

Todo son preferencias

«Para gustos los colores», dice el refrán. Si nos fijamos bien, las preferencias aplican a muchísimas dimensiones de nuestra vida. Hay quien prefiere salir, hay quien prefiere quedarse en casa. Hay a quien le gusta viajar, hay a quien no. Hay quien prefiere la playa, y quien prefiere la montaña. Carne o pescado. Leer o ver la tele. Socializar o estar tranquilo a su bola. Hablar sin parar, o no decir nada. Madrugar o trasnochar. Etc…

Lo curioso es que, desde la perspectiva de cada uno, cuesta imaginarse unas preferencias diferentes a las propias. ¿Cómo es posible que no te guste el chocolate? ¡Pero si el rock es lo mejor del mundo! No me puedo creer que tu plan ideal de sábado sea quedarte en casa.

Hay una frase que me gusta mucho, y que dice que cuando vamos conduciendo cualquiera que vaya más rápido que nosotros es un «flipao», y cualquiera que vaya más lento que nosotros «va pisando huevos». Y esto lo piensa el que va a 90, el que va a 120 y el que va a 140. Desde ese punto de vista egocéntrico, nuestra visión del mundo, nuestras preferencias… son la vara de medir, el canon con el que evaluamos al resto.

Hasta que te das cuenta de que no. De que, aunque a veces deseáramos que los demás fuesen igual que nosotros, la realidad no es así. Que otros tienen otras preferencias distintas de las nuestras, y que son perfectamente legítimas. Que no podemos (ni tenemos derecho) a «convencerles» de que lo nuestro es mejor. Y de que lo que tenemos que hacer es aprender a convivir.

Los pasos para trabajar con preferencias diferentes

¿Cuál es el proceso para llegar a ese punto de aceptación y convivencia?

  • Lo primero, darse cuenta. Notar en qué momentos hay comportamientos de otros que «nos incomodan», nos molestan, nos hacen sentir mal.
  • Lo segundo, pensar en cuáles son los motivos. Desde una perspectiva egocéntrica podemos pensar que, si los demás se comportan así, es porque están «en contra de nosotros». Que lo hacen para fastidiarnos porque son mala gente, o porque no tienen ni idea de hacer las cosas bien. Pero es muy probable que se deba, simplemente, a que sus preferencias son distintas de las nuestras.
  • Lo tercero, aceptar a los demás y sus preferencias. Asumir que «mi forma de ver el mundo» no es canon, no es la vara de medir, no es el fiel de la balanza. Yo tengo mi visión, tú tienes la tuya… y las dos son entendibles y aceptables.
  • Cuarto, ponerlo de manifiesto. Usando los mecanismos de la comunicación no violenta, poner encima de la mesa los hechos (no los juicios) y las emociones y necesidades asociadas. No se trata de acusar al otro, ni de echarle en cara, ni de pedirle que cambie. Sino más bien de reconocerle su legitimidad, exponer nuestro punto de vista y, desde ahí, intentar buscar un entendimiento.
  • Quinto, buscar alternativas. Como decía en el punto anterior, alternativas que partan desde el respeto a la diferencia. No se trata de hacer que el otro «se rinda» y acepte nuestra visión, sino de ver si entre ambos somos capaces de encontrar una forma mejor de hacer las cosas.

Una forma mejor de hacer las cosas

Desde que tuvimos aquella conversación, Alberto y yo hemos ido buscando maneras mejores de trabajar. Eso nos ha llevado a cambiar nuestras rutinas de trabajo, creando espacios que nos hacen sentir mutuamente más cómodos.
Seguimos teniendo largas conversaciones, pero ahí yo las asumo con más «deportividad», sabiendo que estoy siendo de utilidad para él mientras que él es consciente de que yo estoy «haciendo un esfuerzo» al actuar fuera de mis preferencias. Y viceversa, hay momentos en los que nos retiramos al «rincón de pensar» y ahí es donde él hace el esfuerzo para que yo pueda tener los momentos que necesito.
También hemos aprendido a dividir tareas que antes hacíamos en conjunto, porque nos hemos dado cuenta de que somos más efectivos si cada uno nos dedicamos a aquello en lo que nuestras preferencias están más alineadas en vez de forzarnos a hacer las cosas en comandita.
Tener claras las preferencias del otro, y respetarlas, nos lleva a intentar organizarnos de la mejor manera posible. Y también a que, cuando las circunstancias nos obligan a actuar «contra nuestra preferencia» (porque a veces toca), podamos mirarlo con empatía, saber que estamos haciendo un esfuerzo y tratarlo como tal.
Lo bueno de todo esto es que, apelando al lenguaje de las preferencias, ya tenemos un método para identificar puntos de fricción y tratarlos. Exploramos cuál es la preferencia de cada uno y, si vemos que el origen de la fricción está en que tenemos preferencias diferentes, lo ponemos encima de la mesa y vemos la mejor manera de afrontarlo.
De todo esto hablábamos, con más profundidad, en una conversación que incluyo en el podcast «Diarios de un knowmad»:

Habilidades transversales esenciales para tu carrera profesional (y para tu vida)

Cuando acabé la Universidad pensaba que sabía bastantes cosas. No tardé tiempo en darme cuenta de mi error.
Y no hablo sólo de conocimientos técnicos (que también), sino de todas aquellas otras habilidades que son fundamentales para la carrera profesional (¡y para la vida!) y a las que no se les suele prestar atención en el proceso de desarrollo educativo.
Hay quien las llama “soft-skills”, aunque a mí me gusta más el concepto de “habilidades transversales”. Porque, al contrario de los conocimientos técnicos, son útiles para cualquiera, se dedique a lo que se dedique. Y con un gran impacto.
Por eso en los últimos años, en paralelo con mi trabajo como consultor, he ido prestando cada vez más atención a desarrollar esas habilidades. Es un camino que nunca termina, pero muy satisfactorio. Y me encanta compartir mis avances con los demás. No a modo de gurú, porque hay expertos en cada una de esas materias que saben mucho más que yo, sino como «explorador que va compartiendo su viaje». Es el espíritu que, cada vez más, ha ido animando este blog, o el lanzamiento de Skillopment, o el podcastdiarios de un knowmad, al fin y al cabo.

Fruto de esa reflexión, he intentado resumir cuáles son para mí algunas de esas habilidades transversales esenciales, que tanto impacto pueden tener en una carrera profesional (y en la vida en general). He creado un descargable (para suscriptores) en el que repaso cada una de esas habilidades, planteo 5 ideas fundamentales de cada una de ellas y sugiero una lectura que sirva como «vía de entrada» para quien tenga interés en profundizar.
¿Cuáles son esas habilidades?

  • Autogestión, para dominarte a ti mismo/a
  • Efectividad, para aprovechar el tiempo
  • Agilidad, para llevar proyectos a la práctica
  • Indagación y escucha, para entender lo que te rodea
  • Habilidades interpersonales, para gestionar tus relaciones con los demás
  • Comunicación, para transmitir tus ideas
  • Networking, para cultivar tus relaciones
  • Aprendizaje, para adquirir nuevas habilidades

Si quieres explorar el documento en más detalle, puedes suscribirte a mi lista de correo y te lo enviaré directo a tu bandeja de entrada.

Cómo hacer mejores preguntas

No todas las preguntas son iguales

Imagina que quiero tener tu opinión sobre este blog. Y para eso, te planteo algunas preguntas:

  • ¿Te gusta mi blog?
  • Del 0 al 10, ¿cuánto te gusta mi blog?
  • ¿Qué es lo que más te gusta de mi blog?
  • ¿Qué has leído en mi blog que te haya resultado aplicable en tu día a día?
  • ¿Qué podría hacer para que mi blog te fuese aún más útil?

Son cinco preguntas. Pero seguro que te das cuenta de que, aunque tengan relación, las cinco preguntas son muy distintas entre sí

El poder de las preguntas

Me gusta pensar en las preguntas como en una linterna muy potente. Una linterna que está en nuestras manos, y cuyo haz de luz podemos dirigir a nuestro antojo. Con ella, podemos enfocar la atención de nuestro interlocutor hacia un sitio u otro. Llevar su pensamiento por aquí, o por allá.
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Pero, aunque tengamos esa capacidad de dirigir la atención, nuestro interlocutor siempre mantiene la capacidad de elaborar sus respuestas. En este sentido, las preguntas son una herramienta de conversación respetuosa con el otro. Abren posibilidades de conversación. Tú lanzas la pregunta, pero es el otro el que la recoge y la elabora. No es un mero receptor, es un participante activo.
Si tienes niños, es posible que te haya tocado ver más de uno (y más de dos) episodios de Dora la Exploradora, o de La Casa de Mickey Mouse. En estas series, hay momentos en los que los personajes detienen la acción y se dirigen al pequeño espectador, y le lanzan una pregunta: ¿cuál es el camino que debemos seguir? Por supuesto, no hay interacción real. Pero los niños, pegados a la pantalla, responden como si lo fuera. Y Dora, o Mickey, responden también: «¡Muy bien, seguiremos el camino de la izquierda!». Con esta interacción fingida, los niños pasan de ser espectadores pasivos a participantes activos.
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A los adultos nos pasa lo mismo. Si alguien nos pregunta, respondemos. Cuando hacemos preguntas, estamos involucrando a la otra persona en la conversación. Nos salimos del monólogo (donde yo hablo, y la otra persona escucha… o hace como que escucha), y del diálogo de besugos (donde cada uno expone su monólogo de forma secuencial). Hacer preguntas es entregar a la otra persona el testigo de la reflexión. Al preguntar, la invitamos a sumarse de manera activa.
En ese sentido, las preguntas pueden ser una herramienta muy poderosa a la hora de manejar una conversación, y de influir en los demás (y de hecho es la herramienta fundamental del coaching para profesionales). Una herramienta que, si la usamos bien, puede ser muy beneficiosa. Y que no cuesta tanto aprender a utilizar.

¿Por qué no preguntamos más?

¿Cómo eran las cosas cuando ibas al colegio? Yo el recuerdo que tengo es que nos enseñaban mucho a dar respuestas, pero poco a hacer preguntas. Lo importante era escuchar lo que decía el profesor, y luego ser capaz de responder bien a sus preguntas. Pocas veces se invertía el rol, y te ponían en situación de ser tú el que preguntara. Y mucho menos nos enseñaron a «hacer buenas preguntas». Nos falta, en definitiva, costumbre.
Y hay, para mí, un segundo elemento fundamental: el miedo. Sí, el miedo. Porque estamos acostumbrados al discurso unidireccional. Creemos más en «decir lo que tengo que decir», y que los demás nos escuchen. Así mantenemos el control. Cuando preguntamos, perdemos ese control. Cedemos al otro el testigo de la reflexión. ¿Qué nos va a contestar? ¿Y si no contesta lo que yo quiero que conteste? ¿Y cómo reacciono yo entonces?
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Preguntar es explorar, y explorar es aventura. No sabemos lo que va a pasar. Cuando preguntamos, estamos obligados a escuchar, a reaccionar, a adaptarnos a las respuestas. Preguntar es abrir la caja de Pandora. Es incómodo.
Y lleva tiempo, mucho más que soltar tu discurso. Cuando preguntamos, iniciamos un camino que no sabemos cómo va a discurrir, ni cuánto nos va a llevar, ni si nos va a llevar a donde nosotros queríamos ir. Nos puede la impaciencia y, en cierta medida, el egoísmo.

Empezando por la consciencia

Quizás uno de los problemas principales que tenemos a la hora de empezar a hacer buenas preguntas es que hablamos sin darnos cuenta. Nos metemos en conversaciones en las que «nos dejamos llevar». No nos fijamos en lo que decimos, ni en lo que preguntamos. Vamos con el piloto automático. Y así es difícil intervenir y cambiar las cosas.
Un ejercicio interesante consiste en analizar alguna de nuestras conversaciones. ¿Cuánto tiempo nos pasamos expresando nuestras ideas vs. interesándonos por las ideas del otro? ¿De qué manera plasmamos ese interés? ¿Qué reacción obtenemos del otro en función de las preguntas que hacemos? ¿Cuál es nuestro grado de satisfacción con el resultado de la conversación? ¿Cómo podríamos haberlo hecho de manera diferente?
El mero hecho de plantearse estas preguntas ya nos abre un espacio de reflexión. Un lugar en el que podemos encontrar respuestas para hacer cosas de manera diferente.

¿Para qué preguntamos?

He titulado el artículo «¿Cómo hacer mejores preguntas?». Pero no podemos responder a esa pregunta si no tenemos un «para qué».
Preguntar nos puede servir para obtener información, para generar confianza, para diagnosticar un problema, para generar soluciones, para establecer vínculos, para entender a los demás, para ayudar a otros a sentirse mejor, para promover la acción…
Una pregunta es mejor o peor en función de cómo de bien sirva a un objetivo. ¿Qué es lo que queremos conseguir con la conversación? ¿Qué información queremos obtener? ¿Qué cambios de perspectiva, qué compromisos, qué acciones?
Todo esto exige una preparación previa. Cuando abordamos una conversación, podríamos plantearnos «para qué» la estamos abordando. Y desde ahí ya sí es posible definir cuáles son las preguntas que nos van a llevar a ese objetivo.
Por lo tanto, a priori hay sitio para preguntas abiertas y preguntas cerradas, preguntas genéricas y preguntas concretas, preguntas centradas en el futuro y preguntas centradas en el pasado, preguntas asépticas y preguntas con un mensaje implícito… Lo importante es haber hecho el ejercicio previo de saber qué quiero conseguir con ellas, y utilizarlas de forma consciente.

Después de preguntar, escuchar

Normalmente, no preguntamos para que nos den una respuesta que podamos juzgar como «correcta» o «incorrecta». No es un concurso de la televisión en la que nosotros seamos el presentador.
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Preguntamos para conocer el punto de vista de la otra persona. Para entender cómo piensa, cuáles son sus circunstancias, qué es importante para ella. Preguntamos para tener una visión más completa de las situaciones, para descubrir hilos de los que seguir tirando. Y también para que la otra persona se sienta parte importante de la conversación, no un mero receptor de nuestras ideas.
Por todo ello, la escucha es la habilidad que complementa de forma fundamental a nuestra capacidad de hacer preguntas. No podemos lanzar preguntas y desentendernos de las respuestas. Sería una forma ridícula de malgastar nuestros esfuerzos.

Prepara tu próxima conversación

Seguro que tienes por delante alguna conversación: con tu pareja, con algún familiar, con alguien del trabajo, con tu jefe, con un cliente, con un amigo… Te invito a enfocarla siguiendo estos puntos:

  • ¿Cuál es tu objetivo con esta conversación? ¿Cómo sería una conversación satisfactoria para ti?
  • Escribe una lista de preguntas (tal y como te salgan), e imagina las respuestas que te daría tu interlocutor:
    • ¿Cómo de satisfactorias son esas respuestas?
    • ¿Cómo podrías reformular las preguntas para que fuesen aún más satisfactorias?
    • ¿Qué preguntas te permitirían profundizar en las respuestas que te den?
    • ¿Qué otras preguntas te ayudarían a completar la conversación?
    • Si tú estuvieras en el otro lado… ¿qué preguntas te gustaría que te hicieran?
  • Durante la conversación:
    • Lanza una de tus preguntas… y espera. Con suerte, tus preguntas harán pensar a la otra persona, y necesitará tiempo para ir organizando su respuesta.
    • Dale tiempo para que responda, no la apresures ni la cortes.
    • Pregunta «¿y qué más?» para asegurar que ha exprimido al máximo su respuesta antes de pasar a la siguiente.
    • Si su respuesta te genera nuevas preguntas que no tenías previstas, hazlas. Desde la curiosidad genuina suelen salir buenas preguntas.
    • No te apures si no hay tiempo para hacer todas las preguntas que tuvieras preparadas. Es más importante que fluya la conversación que completar el «cuestionario».
  • Después de la conversación:
    • Reflexiona sobre si has cumplido el objetivo que habías planteado inicialmente para la conversación.
    • Identifica qué has logrado (para ti y para la otra persona) gracias a la conversación.
    • Apunta qué preguntas, hilos de la conversación… te gustaría abordar en siguientes ocasiones.
    • Piensa en «qué podrías haber hecho de manera diferente».

Una habilidad como otra cualquiera

Hacer buenas preguntas es una habilidad como otra cualquiera. Se puede desarrollar, si le ponemos foco y asumimos la incomodidad del aprendiz. Como en tantas otras cosas, no es tanto una cuestión de «técnica» (aunque algo hay), sino sobre todo de práctica. De darse cuenta de cómo lo hace uno, de ir introduciendo cambios, y de ir observando las consecuencias.
Para finalizar, dejo una serie de referencias de libros sobre el arte de preguntar que quizás te ayuden a profundizar en estas ideas.

Mis anclas de carrera

¿Qué son las anclas de carrera?

El modelo de anclas de carrera fue esbozado por Edgar Schein hace más de 40 años. Y lo que viene a decir es que cada uno tenemos una serie de inclinaciones naturales a la hora de tomar decisiones en nuestra carrera profesional.
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Schein define un «ancla de carrera» como «una combinación de áreas percibidas de competencia, motivaciones y valores relacionada con la toma de decisiones en la carrera profesional». Y lo que hace es identificar 8 anclas genéricas, con las que cada uno nos identificamos en mayor o menor grado.
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¿Sabes aquello de «la cabra tira al monte»? Pues las anclas de carrera son «el monte» al que cada uno de nosotros tiramos.

Decisiones profesionales

Seguro que, a estas alturas de la vida, ya has tenido que tomar alguna decisión relevante en tu carrera profesional. De hecho, desde que te planteaste «qué voy a estudiar» ya empezaste a tomar decisiones. Luego vienen más: qué tipo de trabajo me apetece, dónde voy a echar el curriculum, cómo me gustaría progresar en mi empresa, trabajo por cuenta ajena o por cuenta propia, cómo respondo a esta oferta que me han hecho, cuál quiero que sea mi próximo trabajo, qué estoy dispuesto a sacrificar por mi trabajo…
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Algunas de estas decisiones son buscadas, somos nosotros mismos quienes las impulsamos. Otras son sobrevenidas: se nos plantean sin esperarlas. Y en todo caso tenemos que elegir (incluso si la decisión es «no hacer nada al respecto»).
A la hora de decidir, podemos hacer un análisis más o menos racional. Buscamos datos, pensamos en ventajas o inconvenientes… Pero, al menos en mi experiencia, siempre hay una «vocecita interior» que de alguna manera te marca el camino. Te hace sentir que una opción puede ser para ti, y que otra ni de coña. ¿No te ha pasado a ti también?

Nadar a favor de la corriente

Esta «brújula interior», este compás, es lo que Schein define como «anclas de carrera». Y, aunque todos lo sintamos de alguna manera inconsciente, es interesante explorarlo de forma consciente. ¿Cuáles son mis anclas de carrera? Si lo sé, podré incorporar ese factor a mi toma de decisiones.
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¿Y por qué es importante? Porque, cuando estamos en una situación profesional que no está alineada con nuestras anclas… estamos incómodos. Es como nadar contra la corriente. Sí, se puede hacer, pero estás a disgusto y acabas agotado. Y es fácil engañarse a uno mismo, dejarse deslumbrar por determinadas promesas y tomar decisiones que, en el fondo, sabemos que no van con nosotros. A la larga lo acabamos pagando.
Por contra, cuando estamos en una situación profesional en línea con nuestras anclas… las cosas fluyen de otra manera. No quiere decir que todo vaya a ser fácil; pero al menos estaremos yendo a favor de nuestras inquietudes.

Conoce tus anclas

Para evaluar cuáles son tus anclas de carrera, existen cuestionarios (aquí en versión oficial, y aquí en versión «amateur»). Se trata de responder a una serie de preguntas, indicando si estás más o menos de acuerdo con las afirmaciones que te van planteando. «Para mí el éxito consiste en desarrollar mis capacidades técnicas o funcionales hasta convertirme en un experto» o «Me encuentro satisfecho con mi vida sólo cuando consigo alcanzar un equilibrio entre las exigencias de mi vida personal, familiar y profesional», por ejemplo.

No hay respuestas correctas o incorrectas. Se trata de responder «desde las tripas». Cuando yo he hecho el cuestionario, ha habido preguntas que «me han dejado frío», mientras que otras han resonado mucho (a favor o en contra). Y ésa es la cuestión: a través de esas respuestas sale a la luz lo que te mueve, lo que te motiva.
El resultado es un perfil de anclas de carrera, en el que se muestra por cuáles tienes más afinidad y por cuáles menos. Normalmente todos tenemos un poco de todo, pero también hay alguna que destaca. Y suele ser bastante revelador.

Éstas son mis anclas de carrera

Cuando hice la autoevaluación de anclas de carrera, las que me salieron más destacadas (y además con diferencia) fueron dos: autonomía/independencia y estilo de vida integrado.

  • La primera quiere decir que «tengo una necesidad primaria de trabajar bajo mis propias normas, que me cuesta ceñirme a las órdenes de otros y que prefiero trabajar solo». Salió porque he respondido de manera muy visceral a preguntas como: «Preferiría dejar mi empresa antes que aceptar un puesto que limite mi autonomía y libertad», «La oportunidad de realizar un trabajo según mis propios criterios, sin normas y limitaciones es más importante para mí que la seguridad» o «Alcanzo el éxito en mi carrera sólo si logro autonomía y libertad plena».
  • La segunda, que «veo la vida como un todo, y que más que equilibrar la vida personal y la profesional prefiero integrarlas. Y que puedo llegar a tomarme tiempo alejado del trabajo para dedicarlo a otras cosas». En este caso la visceralidad apareció ante frases como: «He buscado siempre oportunidades profesionales que no interfieran demasiado con mis preocupaciones personales y familiares» o «Preferiría dejar mi empresa antes que ocupar un puesto que comprometa mi atención a mi familia y vida personal».

Vamos, mi vivo retrato :D. Me resultó curioso ver «negro sobre blanco» algunas sensaciones internas que ya tenía de siempre. Y que, si miras las decisiones que he ido tomando a lo largo de los años, resultan bastante consistentes. Cualquiera que conozca mi trayectoria podrá leerla con facilidad en clave de esas dos anclas.
Nunca me han movido realmente otras motivaciones (como «ser un experto» o «ser directivo» o «la estabilidad/seguridad» o «el emprendimiento»…). A veces he podido creer que sí, y he tomado decisiones que me han llevado por caminos… donde más pronto que tarde he salido rebotado. Soy capaz de recordar situaciones, incluso conversaciones concretas, que estaban tan en contra de mis anclas que… buf, todavía me dan escalofríos.
Lo curioso, también, es darse cuenta de que estas anclas son las mías. Pero que otras personas tienen las suyas propias. Y que cada uno, enfrentado a la misma situación, elegirá de manera diferente. Lo importante no es elegir «lo correcto», sino elegir «lo correcto para mí».

[Entrevista] Proyectos en internet, con Óscar Feito

No puedo decir que le pase a todo el mundo. Pero sí tengo la sensación de que hay momentos, a lo largo de la carrera profesional donde mucha gente se plantea que le gustaría hacer «otras cosas». Especialmente si estás en el mundo corporativo. Te apetece tener algo propio, donde tú marques la pauta. Donde no dependas de nadie. Donde te puedas sentir realizado.
Internet ofrece un terreno estupendo para ello, y son (somos!) muchos los que lanzamos pequeños proyectos online. A veces, incluso, con vocación de negocio. Y si no dan para «ganarse la vida», al menos que te den la oportunidad de disfrutar.
Oscar Feito | Experto En Marketing Online
De todo ello hablo con Óscar Feito. Óscar lleva años generando contenidos valiosos para emprendedores online, tanto a través de su web como de su podcast (La Academia de Marketing Online), sus libros, sus formaciones y sus mentorías.
Durante la entrevista tratamos sobre:

  • las inquietudes que llevan a las personas a montar proyectos
  • las barreras que se lo impiden
  • la importancia del propósito para mantener la motivación
  • el daño que nos hacen las barreras mentales
  • los rasgos necesarios para afrontar un proyecto así
  • la dinámica de aprendizaje y adaptación continua en cualquier proyecto
  • el equilibrio entre teoría y práctica a la hora ir adquiriendo habilidades
  • el papel de burladero que a veces hace la formación
  • por qué nos cuesta seguir los métodos y hojas de ruta que se nos brindan (ya sabes, ¡sigue el camino de baldosas amarillas!)
  • la importancia de recordarse a uno mismo «por qué estoy haciendo esto» para superar los malos momentos
  • y unas cuantas cosas más…

Aquí tienes la entrevista completa:

Encontrarás este contenido en mi podcast sobre desarrollo personal y profesional en Ivoox, o también en mi podcast sobre desarrollo personal y profesional en iTunes). Y también suscribirte, comentar, compartir… ¡gracias!