Cuando el otro día extraía 13 ideas sobre Scrum que puedes aplicar en tu gestión, hubo una que se me quedó dando vueltas. En concreto, la de «Respeta los procesos y las herramientas, aunque parezca aburrido»
Podemos hablar de Scrum. O del método GTD. O de cómo gestionar una reunión. O de cómo hacer un brainstorming. O como gestionar tu información. O de un proceso de gestión comercial, o de calidad total. O de una rutina de entrenamiento. O de una dieta de adelgazamiento. O de una fórmula para ordenar tus armarios. Da lo mismo. Hay decenas de situaciones para las que se han definido «fórmulas» para guiar la acción y que, si se siguen adecuadamente, dan resultados.
«Si se siguen adecuadamente». Y ahí está el quid de la cuestión.
Muchas veces nos encelamos en buscar «la herramienta perfecta», o «el proceso perfecto». Aquella que sí, de una vez, nos permita obtener los resultados que queremos. Y lo que suele pasar es que las herramientas, las instrucciones, ya existen; quizás no perfectas, pero sin duda más que suficientes. Pero no seguimos las instrucciones, no nos ceñimos al guión. Quizás sí al principio, pero rápidamente nos desenganchamos: porque nos aburrimos, porque «lo damos por sabido», porque «bueno, esto no es tan importante y me lo puedo saltar», porque «esto lo voy a hacer a mi manera», porque «a mí me gusta ser más flexible». Pedimos herramientas pero, cuando las tenemos, no las usamos como debemos, nos dejamos ir. La cabra tira al monte, y pasados un tiempo volvemos a estar donde estábamos. Y entonces le echamos la culpa a la herramienta, «es que no funciona», y vuelta a empezar. Algo perfecto para los fabricantes de métodos y herramientas, que te venderán la enésima regurgitación de lo mismo («eh, pero ahora sí, éste sí que es el método definitivo y revolucionario»). Pero el problema no está ahí. La mayoría de los problemas, y de sus soluciones, tienen las letras gordas. Solo hay que seguir las instrucciones.
No sé hasta qué punto estoy proyectando aquí mi forma de ser (porque sí, éste es uno de mis talones de Aquiles), pero lo cierto es que cuando miro alrededor creo que es algo bastante generalizado.
Y me atrevería a decir que es un importante factor de éxito, que está al alcance de cualquiera. Cíñete al puñetero guión. Elige la metodología, el proceso, la herramienta… que te de la gana, y luego cíñete a lo que has elegido. Hazlo el tiempo suficiente, y con el rigor necesario, como para poder valorar si funciona o no. Consolida. Y luego, si tienes que refinar, refina. Si puedes adaptar, adapta. Pero para entonces seguro que ya estás varios pasos más cerca de lo que querías conseguir, y desde luego mucho más cerca que si vives a base de improvisación e impulsos.
aprendizaje
El metepatas de la semana

¿Cuando fue la última vez que metiste la pata? ¿Que te equivocaste? ¿Que la cagaste, Burt Lancaster? (lo siento, tengo una edad…).
A buen seguro que lo tienes fresco en la memoria. Y con casi total seguridad te has encargado de barrerlo discretamente bajo la alfombra, «espero que nadie se haya dado cuenta».
En general, convivimos mal con el error. Las equivocaciones no cuadran con esa imagen perfecta que nos gusta proyectar hacia afuera, ni con la imagen que tenemos de nosotros mismos. Nos hace quedar mal. Queremos que la gente vea la Cara A, lo brillante, lo exitoso, lo perfecto; y procuramos que nadie vea la Cara B.
Lo malo es que resulta que el error es normal. Es incluso deseable, subproducto lógico cuando uno está intentando desarrollarse, aprender cosas nuevas, innovar. Pruebas, te equivocas, aprendes. Si eliminamos el «te equivocas», trasladas una visión completamente irreal del «éxito». Generas (para los demás y para ti mismo) unas expectativas irreales. Inalcanzables. Cada vez que silenciamos nuestros errores, o que señalamos los ajenos, estamos fomentando una cultura de «vergüenza por el error». Si equivocarse está mal, si los buenos no se equivocan, entonces nadie querrá equivocarse. Nadie querrá atreverse a hacer nada diferente. Nadie intentará nada nuevo. Nadie se arriesgará a hacer nada por lo que puedan señalarle. Nos limitaremos a lo que ya hacemos bien. Inmovilismo. Parálisis. Decadencia.
Queremos lo contrario. Queremos (necesitamos) innovar, mejorar, desarrollarnos, aprender. Y eso es incompatible con la vergüenza por el error. Por lo tanto, tenemos que luchar activamente para normalizar el error. Para que nadie sienta miedo de equivocarse, para que lo veamos como parte normal y necesaria del proceso. Tenemos que compartir nuestros propios errores, tenemos que crear espacios donde, de forma sistemática, se pongan encima de la mesa nuestras equivocaciones. Donde podamos no señalarlos, si no utilizarlos para reflexionar y aprender.
Ya sé, ya sé. De forma racional todo el mundo entiende esto, y está de acuerdo. Pero hagamos examen de conciencia… ¿somos consecuentes? ¿Cuáles son nuestras reacciones cuando nos equivocamos? ¿Y cuando se equivocan otros?
Quizás deberíamos integrar todo esto en nuestros procesos, en nuestras rutinas. Un espacio en la newsletter corporativa para indicar un error (a ser posible de los altos directivos) y reflexionar sobre él. Un tiempo, al inicio de las reuniones de seguimiento, para exponer «cosas en las que nos hemos equivocado». Un repositorio de «lecciones aprendidas» al que demos tanta visibilidad como a esos «casos de éxito» que tanto nos gustan. No de forma anecdótica, si no sistemática. Incidiendo una y otra vez, hasta que asumamos (pero de verdad) que «errar es humano», que «el mejor escriba hace un borrón», que «pasa en las mejores familias».
Cuadernos Rubio para el desarrollo profesional
Son, quizás junto a las gomas de Milan de NATA, uno de los iconos que más recuerdo de los primeros años de colegio. Los cuadernos Rubio, aquellos con tapas amarillas que te enseñaban a hacer tus primeras sumas, y tus primeras letras.
Pasados treinta años vuelvo, ahora como padre, a la etapa de la educación primaria. Las gomas de Milan cayeron por el camino (siguen existiendo, pero ya sin su olor característico… una goma más), pero los cuadernos Rubio ahí siguen al pie del cañón.
Y no es de extrañar. La metodología que siguen estos cuadernos parece imbatible. Empiezas sumando «manzanas». Luego pasas a hacer sumas de 2 números de una cifra; primero los facilitos (1+2, 2+1, 3+1…), y luego los más difíciles. Repites una y otra vez operaciones en ese nivel, hasta que has interiorizado el concepto. Y entonces pasas a las sumas en las que incorporas dos cifras (10+2, 11+1…). Repites, y repites. Y luego pasas a sumar números de dos cifras, y repites, y repites. Y luego introduces el concepto de «llevadas» (19+2, 28+3…). Y vuelta a repetir. Hasta que, oh maravilla, has acabado automatizando (a base de repetir y repetir, y de incrementar paulatinamente el nivel de dificultad) la habilidad de sumar; y lo sabrás toda la vida.
Práctica deliberada en su máxima expresión. La misma metodología que se sigue con otras disciplinas: así te enseñan a escribir, a leer, algo de inglés, música… introduciendo conceptos poco a poco, en niveles crecientes de dificultad, y machacando mucho con ejercicios muy focalizados y repetitivos con el objetivo de interiorizar el conocimiento.
Sin embargo, ay, en algún momento esa forma de enseñar/aprender se deja de lado, y se pasa a un formato mucho más de consumo rápido: te explico un tema, con suerte te planteo cuatro o cinco ejercicios… y rápido, al tema siguiente que si no no nos da el curso. La introducción de conceptos deja de ser incremental y pasa a ser secuencial: hoy una cosa, mañana otra diferente. Se deja de dedicar tiempo a «machacar» los conceptos a base de ejercicios focalizados y repetitivos. No se refrescan los conocimientos (con suerte, un «control» al final del trimestre y a correr). En definitiva, renunciando a algunos de los métodos esenciales del aprendizaje. ¿El resultado? Conocimientos superficiales (cuando no directamente olvidados), abordados desde un prisma consciente y racional («a ver si consigo acordarme»), en vez de interiorización y aprendizaje real (susceptible de ser puesto en práctica, que es de lo que se trata). Podría argumentarse que hay materias que son más «conocimiento» que «habilidades», y que por lo tanto no son susceptibles de «interiorizarse»… pero yo tengo mis dudas de que, en ese caso, merezca la pena dedicarse a aprender cosas que no se interiorizan.
Todo esto viene a una reflexión que vengo haciendo en las últimas semanas. Creo que, en el mundo profesional, hay una serie de habilidades clave que tienen un gran impacto en tu desempeño sea cual sea el sector en el que te muevas. Habilidades que, más allá del componente técnico de tu profesión, te dan un plus fundamental para tu trabajo y para tu carrera profesional. Podemos debatir cuáles son esas habilidades (de hecho lancé una pregunta en twitter al respecto, con respuestas variadas), pero lo que me interesa hoy es otra cosa.
¿Quién y cómo enseña esas habilidades? Mi sensación, a estas alturas de la película, es que nadie se encarga de desarrollar de verdad esas habilidades. En la formación más académica se pone mucho énfasis en la adquisición de conocimientos «técnicos», y muy poco en estas habilidades «soft». Y en el mundo de la empresa tres cuartas partes de lo mismo: la formación que se da tiene más que ver con «lo directamente aplicable en el trabajo», más que con esa nebulosa de habilidades.
Y luego, ¿cómo es esa formación, cuando existe? El típico «curso de liderazgo», o el típico «curso de comunicación eficaz». Cuatro, ocho o dieciséis horas en aula. Conceptos en una pizarra (o en post its de colorines, que es lo que se lleva), puesta en común de ideas, un video simpático, una dinámica que permita la reflexión, un rolplay rapidito y un powerpoint encuadernado de recuerdo. Fin del curso, y si se tercia a ver si te acuerdas de poner algo en práctica la próxima vez que lo necesites. ¿Es así como se desarrolla una habilidad? Obviamente no; la próxima vez que te enfrentes a una situación de la vida real tu mente tira de automatismos; rara vez te vas a parar, en medio de un fregao, a ver si recuerdas cuáles eran los cinco pasos que aquel simpático consultor escribió en la pizarra, ni a sacar la ficha plastificada (que a saber dónde coño metiste; estará en una de esas carpetas que acumulan polvo en la estantería) que te dieron de recuerdo.
En la realidad, solo aplicas lo que has interiorizado. Y la forma de interiorizar es la de los cuadernos Rubio. La repetición, la focalización, la introducción creciente de dificultad.
¿Cuál es el problema? Que, desde el punto de vista del mundo adulto y profesional, esa es una forma de aprender casi implanteable. ¿Cómo que vamos a pasarnos tres meses haciendo ejercicios repetitivos? Venga ya, que ya somos mayorcitos, aquí se explican una vez las cosas y ya cada uno que se arregle; y si no ahí tienes el manual en la web corporativa. Y el individuo igual, «si estoy ya me lo han contado, así que ¿para qué voy a practicar y practicar? Como si no tuviera yo otra cosa que hacer, ¿acaso soy un crío pequeño?»
Y qué decir de la logística… se puede pagar por un consultor de formación que venga 4 horas y me encapsule la formación, ¿pero tener a una persona durante semanas o meses dando seguimiento a los avances de tortuga de los alumnos? ¿Estamos locos? Lo dicho, un cursito y gracias me deberías estar dando.
Y así llegamos al punto del absurdo habitual en el terreno de la formación: dinero, esfuerzo y tiempo empleados en algo que no vale para nada y que tiene un impacto limitadísimo en el mejor de los casos. Que sí, que es más barato que la otra opción en términos absolutos… pero si no funciona, ¿entonces para qué?
Creo que debe haber otra forma de hacer las cosas. Creo que hay un espacio para aplicar la filosofía de los cuadernos de Rubio al desarrollo de habilidades profesionales. Creo que el potencial de impacto es muy grande, tanto para las empresas (¿no se van a beneficiar de individuos que comuniquen mejor, que lideren mejor, que gestionen mejor su tiempo, etc, etc.?) como para los individuos; en estos tiempos que corren, invertir en tus habilidades es el mejor favor que puedes hacerte a ti mismo porque es de las pocas cosas a las que podrás agarrarte cuando mañana cambies de empresa, de sector o de orientación profesional.
A veces es cuestión de empezar por los principios
Me crucé con este vídeo hace unas semanas, y no pude por menos que reír.
Ahí tenemos al colega, dándole hostias con un martillo neumático al suelo. Sin enchufar ni nada (de hecho el enchufe lo tiene cómodamente colgado en la cintura), a puro dolor. Y el capataz lo ve y flipa, «no, hombre, no, esto tienes que enchufar». Y el tío enchufa, pero sigue dándole hostias. «No, hombre, con el gatillo ese, con el gatillo ese». Y cuando por fin le da al gatillo y aquello empieza a funcionar, se lleva un susto de tres pares de narices y sale corriendo. Al menos no se abrió un pie.
En fin, ves el vídeo, y te ríes. «Alma de dios, ¿cómo es posible que no sepa hacer eso?»
Pues muy fácil: porque nadie le ha enseñado. Porque ninguno nacemos enseñados, porque cualquier cosa que hoy sabemos es porque lo hemos aprendido de alguien.
Justo comentaba ayer con un amigo consultor cómo muchas veces, cuando llegamos a un cliente, acabamos haciendo cosas muy básicas. Cosas que para nosotros son «el ABC», que desde fuera puedes pensar «es imposible que no lo apliquen ya, si es de cajón», que incluso te llevan a ver el proyecto como «un aburrimiento»; y que sin embargo para ese cliente en concreto les abre las puertas a un mundo desconocido y les aporta mucho valor. Y no es porque sean tontos: son muy buenos en lo suyo, pero no han tenido el aprendizaje y la experiencia que nosotros les podemos aportar. Su camino ha sido diferente del nuestro, y sus aprendizajes han ido por otros derroteros.
Tendemos a dar por hecho que lo que nosotros sabemos lo sabe todo el mundo. Y no es así.
El mapa del aprendizaje
El aprendizaje es un tesoro. Algo que, si conseguimos descubrir, nos enriquecerá. Pero tenemos que llegar a él. Afortunadamente, tenemos en nuestro poder un mapa que nos señala tres rutas.

La ruta exigente
La primera nos obliga a cruzar un caudaloso río, y a atravesar un macizo montañoso. Es un camino difícil y duro, que nos va a exigir mucha concentración y mucho esfuerzo consciente. Es el camino de la práctica deliberada. Nos llevará tiempo y esfuerzo pero es el camino más corto para llegar al aprendizaje.
La ruta ineficiente
Tenemos una segunda ruta, la ruta de la costa. Es un camino mucho más agradable que transcurre entre frescos bosques y respirando la brisa del mar. Se transita por él con mucha facilidad, y hay vistas fantásticas que nos invitan a descansar con frecuencia. Es el camino de la práctica desestructurada, esa que realizamos básicamente cuando nos apetece, sin ningún objetivo concreto. Nos parece que debemos estar avanzando, porque damos pasos. Pero no nos damos cuenta de que este camino nos lleva dando un gran rodeo, con muchas idas y venidas, con muchos momentos en los que tenemos la sensación de «¿no he pasado ya por aquí? ¿estoy avanzando en círculos?». Es un camino en el que, durante mucho tiempo caminamos (esfuerzo baldío) sin acercarnos a nuestro objetivo. Al que quizás lleguemos, después de mucho, mucho tiempo.
La ruta del falso aprendizaje
Y no hay que olvidar la tercera ruta, quizás la más peligrosa a pesar de su aparencia amable, la ruta de la práctica pasiva (o de la «no práctica»). Un camino muy cómodo, pero en el que damos pasos en una dirección equivocada, un camino que acaba por devolvernos al mismo punto de partida. Es el camino del que lee muchos libros, sigue muchos tutoriales, ve muchos videos… y nunca hace nada con ello. Un falso aprendizaje que en realidad nunca nos permitirá llegar al tesoro.
¿Qué ruta vas a escoger?
Tienes en tus manos el mapa. Quieres el tesoro. ¿Qué ruta vas a escoger?
Si quieres, te ofrezco mi curso gratis para aprender mejor. Te ayudará a tomar mejores decisiones…
Más formación, ¡es la guerra!
Me contaban hace unos días que un curso de 4 horas (que yo diseñé e impartí durante un tiempo) había sido transformado en tres jornadas de formación. Expansión del 600%. Los ojos se me pusieron en blanco…
Recuerdo la sensación al impartir aquel curso: «uf, se les está haciendo largo… no hemos dado con la tecla». De hecho, después de pasar decenas y decenas de personas por allí, tampoco es que se detectasen grandes cambios (aquello del «ROI de la formación»). Por eso, me cuesta creer que «hacerlo más largo» vaya a ser la solución.
Sin embargo, desde determinada visión mecanicista, tiene su lógica. «Si aplicando 4 horas de formación se consigue un efecto pequeño… ¡aumentemos la dosis! ¡así el efecto será mejor!». Nadie se plantea que, a lo mejor, es que la formación (entendida como «les doy un curso» que encima no han pedido) no sirve para demasiado.
Cada vez estoy más convencido de que las dinámicas de aprendizaje son altamente complejas y personalizadas. Para empezar, digo «aprendizaje» y no «enseñanza» porque es el individuo el que debe sentir el interés y la motivación para aprender; si no, solo es un «trozo de carne» sentado en una silla durante X horas. Y digo compleja y personalizada porque a uno le surge la inquietud y la oportunidad por aprender en un momento determinado, y normalmente muy vinculado a su «día a día». La persona es (debe ser) la protagonista del proceso, es la persona quien debe sentir en sus carnes la necesidad. Aprendes algo para resolver un problema que sientes como propio; no aprendes porque alguien te diga que «tienes una necesidad», si tú no la percibes como tal. Y normalmente aprendes en el mismo contexto donde surge la necesidad, buscando una aplicación práctica casi inmediata, con un refuerzo sostenido en el tiempo.
¿Cuántos de estos problemas resuelven los «cursos de formación» tal y como se suelen plantear? Creo que pocos. Y sin embargo, el enfoque sigue siendo el mismo. ¿Por qué? Pues porque la «formación» genera una ilusión de control y de gestión adecuada. Adecuada para los managers, no para las personas ni para los resultados… pero aquí no estamos para eso, ¿no?.
Si yo tengo 1000 personas a las que formar, eso de la «dinámica de aprendizaje compleja y personalizada» da miedo. A ver cómo le meto mano. Y cuánto tiempo me va a llevar. Y dónde tengo que actuar. Y cuánto me va a costar. Y qué es eso de que dependo de que la persona sienta la necesidad y «aprenda»… si yo sé que esto es lo que tiene que aprender, y tiene que hacerlo ya porque el negocio así lo exige (lo sé yo, directivo omnipotente, que me lo ha dicho un consultor). Así que monto unos cursos de formación. A 15 personas por grupo… en unas 70 sesiones de formación me lo ventilo. Si soy capaz de meter dos sesiones por día, son 35 días, que son 7 semanas… total, en dos meses me lo he pulido. Puedo presumir de que hemos invertido X horas en formación, puedo presumir de que en 2 meses hemos abordado un proceso de transformación, puedo presumir de que ahora tengo 1000 personas formadas, puedo presumir de que la transformación me ha costado X euros. Indicadores medibles, gestionables, de los que se puede presumir, que se pueden calendarizar, que se pueden presupuestar, que se pueden poner en un powerpoint para sacar pecho.
Oiga, ¿y esa transformación de la que habla… es real? ¿Esa formación de la que usted presume, y que tan medida tiene… ha derivado en un aprendizaje y en una acción sostenida? Bueno, yo he hecho lo que estaba en mi mano. Les he dado la formación. Ya es cosa de ellos. A mí me pagan por formar, no porque la gente aprenda.
Lleva tiempo
Me gusta ver videotutoriales en Youtube. Especialmente, aquellos que se desarrollan «más o menos» en tiempo real. Por ejemplo, éste sobre ilustración donde el artista, Brandon Green, desmenuza paso a paso el proceso que sigue para realizar un trabajo. Que si empieza con el concepto. Que si sigue con distintos bocetos con diferentes enfoques para ese concepto. Que si hace estudios de valores y colores. Que luego ya un boceto más afinado. Luego la tinta. Luego el color. Luego los detalles finales. Horas y horas.
Me gusta ser consciente de la cantidad de tiempo que hay que dedicar al proceso, de la cantidad de cosas a las que hay que prestar atención, del nivel de detalle con el que acaba trabajando (cada línea, cada intersección, cada pincelada). Es apabullante. Y eso que estamos hablando de un profesional con las habilidades hiperdesarrolladas y el culo «pelao»… ¿cuántas horas habrá invertido a lo largo de su vida para llegar a ese nivel?
Muchas veces deseamos «talento». Casi tantas como hacemos la vista gorda con el trabajo que hay detrás. «Ojalá yo supiera dibujar así». O tocar así la guitarra. O escribir así de bien. O hablar en público con tanta facilidad. O ser tan bueno vendiendo. O programar. O… Como si el talento fuese una lotería que unos afortunados tuvieron la suerte de ganar, mientras nosotros nos quedamos a dos velas. Sin duda, es un pensamiento muy cómodo; nos exime de toda responsabilidad, si no lo hacemos es porque «no nos tocó la lotería del talento, qué le vamos a hacer».
Por eso me gusta observar (y agradezco que me enseñen) el trabajo de todas esas personas con talento, ver toda esa parte subacuática del iceberg del éxito. Es un golpe de realidad, una auténtica vacuna frente a las excusas. ¿Quieres hacer algo? ¿De verdad? Ahí tienes el camino. La mala noticia es que es largo, duro y fatigoso. La buena es que estás tan capacitado como cualquier otro para recorrerlo. Ahora la pelota está en tu tejado. ¿Cuánto estás dispuesto a dar para alcanzar ese nivel? Ahí tienes el precio, y te corresponde a ti (y solo a ti) decidir si vas a hacer lo que es necesario. No te escudes en tu falta de talento, y asume tus decisiones.
De cuando aprendí a programar
Tenía 10 años como mucho; posiblemente 9. Me apuntaron a un curso de «Basic» en la asociación donde mi madre iba a clases de pintura/manualidades. Amstrads CPC con pantalla en fósforo verde. Y allí aprendí a poner aquello tan mítico de
10 Print «Hola»
20 Goto 10
Y a familiarizarme con los conceptos de variables, de bucles, de condicionales… en breve llegó a casa mi primer ordenador (un Amstrad CPC 6128… ¡con diskette! ¡y con pantalla de color!). Y en fin, así nació mi relación con la programación, me encantaba hacer mis programitas. Más tarde en el colegio nos enseñaban algo de Basic con unos MSX muy viejunos (algo que yo ya tenía muy superado). Luego tuve algo de formación con bases de datos, y ya a partir de ahí algunos escarceos con el Visual Basic del Excel, o con el PHP… de forma siempre amateur: nunca he trabajado «de programador», aunque creo que he sacado buen partido de mis conocimientos en el ámbito profesional, tanto haciendo algunas «pequeñas programaciones» que me hacen quedar estupendamente bien (una excel superformulada por aquí, una macro por allá, un apaño en wordpress por acullá) como (más importante, creo) aplicando las habilidades subyacentes (diría que pensamiento estructurado).
Recuerdo que en la Universidad teníamos una asignatura de informática. Se utilizaba un lenguaje propio. Cuando nos planteaban algún problema (del tipo «crear un programa que identifique los números primos» o «crear un programa que ordene una lista»), mi mente era capaz de conceptualizarlos de forma rápida, y de ejecutarlos en un pis pas. Claro, mis compañeros me miraban como a un friki… pero para mí era tan natural como el respirar.
Me vienen estos recuerdos a la mente porque ahora mi hijo mayor está en la misma edad en la que yo empecé. Y entramos en pleno debate sobre si «es bueno enseñar a programar a los niños» o si, como defienden otros, es una moda sin demasiada base (o, citando al amigo Alfonso, tiene mucho de «tontería» )
¿Qué opino yo? Es complejo. Yo aprendí a programar. Y tengo unas habilidades (a la hora de conceptualizar problemas y abordar su solución) que creo que son valiosas. La duda que tengo es… ¿desarrollé estas habilidades gracias a que aprendí a programar? ¿o se me dio bien la programación y tuve una «inercia positiva» para su aprendizaje debido a que mi cerebro estaba «configurado» de una determinada forma? ¿Hay una relación de causalidad entre un hecho y el otro? Y de ser así… ¿cuál es el sentido de esa relación?
Este dilema lo puedo extrapolar a cualquier proceso de aprendizaje. ¿Basta con decidir «aprender algo» para desarrollar las habilidades vinculadas a ese aprendizaje? ¿O estamos condicionados por nuestros sesgos? A estas alturas de la vida, tiendo a creer más en la segunda hipótesis. Cada uno de nosotros venimos con una determinada configuración de serie. Si nos sometemos a un proceso de aprendizaje compatible con esa configuración, entramos en un círculo virtuoso en el que las habilidades florecen y el aprendizaje se hace sencillo, cómodo y natural. Si por el contrario nos sometemos a un proceso menos compatible, nos cuesta un mundo, no lo disfrutamos, y acabamos con un desarrollo raquítico de nuestras habilidades.
Lo cual me lleva a un tema que empieza a ser recurrente en mi visión del mundo: la importancia que tiene explorar la individualidad y los talentos naturales. Lo fundamental que resulta exponer (y exponerse) a distintas situaciones para encontrar aquello con lo que mejor «sintonizamos», aquello que más se ajusta a nuestra naturaleza, y dejar que cada uno siga por su camino. Porque es ahí donde la fricción para aprender es menor, y el rendimiento (en forma de desarrollo de habilidades y conocimientos, además de en satisfacción intrínseca) es mayor, tanto para el propio individuo como para la sociedad en general. Empeñarnos en hacer pasar a todo el mundo por el mismo embudo nos empobrece.
Cuéntame un cuento
¿No os ha pasado que estáis leyendo un libro, o viendo una película, y piensas… «joder, vaya argumento más previsible» o «esto no tiene ni pies ni cabeza»? A mí me pasa con relativa frecuencia. Y me fascina que productos así consigan llegar al mercado, incluso tener cierto éxito. ¿Tan difícil es montar una buena historia y que no acabe en desastre?
Ésta fue una de las inquietudes que me llevó hace unas semanas a indagar un poco sobre los aspectos básicos de la narrativa. En paralelo, en los últimos tiempos vengo observando cierto auge del concepto de «storytelling» aplicado al mundo de la empresa. Cuando digo «auge» me refiero a artículos y libros sobre el tema, de esos que vas dejando en la recámara para «leer más tarde» porque te resulta curioso entender cómo pueden casar estos conceptos. Así que pensé en matar dos pájaros de un tiro; entender cómo se fabrica una buena historia, y entender qué aplicación tienen las historias en los negocios.
Lo cierto es que el mundo de la narrativa es muy interesante. Una historia bien construida tiene un potencial magnífico de atrapar nuestra atención, de involucrarnos emocional e intelectualmente, y de transmitirnos conceptos que recordaremos después con asombrosa facilidad. Y, cuando te pones a profundizar, parece ser que «la fórmula» para conseguir una historia decente tiene las letras bastante gordas; al fin y al cabo, llevamos contando historias desde hace milenios, y muchos han sido los que en este tiempo han analizado lo que funciona y lo que no. Sucede algo parecido con la fotografía o la pintura (¿qué hace una imagen más atractiva? ¿qué composición es agradable? ¿cuáles son las proporciones correctas? ¿qué colores combinan juntos?), o con la música (¿qué sonidos combinan bien? ¿qué progresiones de sonidos resultan atractivas?).
Me atrevería a decir que en todas estas disciplinas parece bastante asequible alcanzar un nivel «decente» a poco que uno ponga interés en conocer e interiorizar esas normas básicas. Es cuestión de práctica, de acostumbrarse a manejar las claves y repetirlas una y otra vez. Obviamente luego, como en casi todo, hay un salto cualitativo que separa el oficio del talento.
Y sí creo que es una habilidad que merece la pena aprender. No se trata tanto de «inventarse historias» (que también, por qué no), sino de utilizar alguna de las claves que hacen que una historia funcione para aplicarlas a nuestras propias necesidades de comunicación. Sin salir del círculo cotidiano, nos puede venir bien para contar qué tal nos ha ido el día, para relatar una anécdota con unos amigos, o para transmitir ideas a los críos.
Lo que ya me chirría más es toda la corriente de libros, artículos, etc… que tratan de enchufar el «storytelling» en las empresas. Lo que estoy leyendo al respeto me lleva a pensar en una sobreexplotación del término. Por supuesto que dentro del mundo corporativo hay necesidades de comunicación a las que las técnicas narrativas pueden aportar un enfoque diferencial, pero creo que el asunto no da para tanto libro, tanto acrónimo, tanto «caso de estudio»; como decía más arriba, la narrativa tiene las letras gordas y el 80% de sus beneficios puede obtenerse prestando atención a cuatro o cinco claves fundamentales. Y en todo caso tampoco creo que la narrativa sea la palanca de cambio definitiva en las empresas: en el mejor de los casos, una herramienta más que incorporar (junto con muchas otras, todas ellas positivas pero ninguna desequilibrante) a la difícil tarea de sacar un negocio adelante.
Claro que, como sucede siempre, hay mucho aspirante a experto, mucha editorial que pretende vender su libro, mucha revista que llenar con artículos, muchas conferencias que dar. Todo el mundo quiere diferenciarse aunque para ello tenga que estrujar y reconstruir los conceptos para que parezca que está contando algo distinto; porque si dices que algo «son habas contadas» no llamas la atención… pero supongo que, como decía Michael Ende, «eso es otra historia».
La alubia en el yogur y los absurdos del sistema educativo
Clásico ejercicio del colegio: coger una alubia, ponerla entre algodones dentro de un envase de yogur, humedecer los algodones durante varios días y observar cómo germina. Y ahí están las madres (no hay machismo en esta frase; mera descripción) en el patio, intercambiando impresiones. «¿Habéis conseguido que germine?» «Yo no sé si es que la estoy regando poco» «Pues yo la riego todos los días y no sale». Sí, sí, frases en primera persona del singular. No es que el niño riegue o deje de regar; son los padres quienes lo hacen. ¿Qué sentido tiene esto? Una madre llega a afirmar que «es normal, su hijo no es agricultor».
El primer impulso al escuchar estas historias de «padres que hacen los deberes» (hay una gran diferencia entre «ayudar con los deberes» y «hacer los deberes») es pensar en su irresponsabilidad. Pero… ¿somos los padres los principales culpables?
Nos enfrentamos a un sistema educativo que te planta una serie de deberes y tareas que hay que hacer «sí o sí». Da igual si te resulta provechoso o no, da igual si te interesa o no. Da igual si tienes muchos o pocos. Hay que hacerlos, hay que cumplir. Y si no los haces, incidencia al canto, «punto negativo», bronca, tutoría. Tres cuartos de lo mismo sucede con los exámenes y las notas: apruebas o suspendes.
Leía estos días Drive, el libro de Dan Pink sobre la motivación, en el que se plantea que el método del palo y la zanahoria (la motivación extrínseca) acaba matando la motivación intrínseca. En el mejor de los casos consigues que la gente cumpla («compliance», conformidad), es decir, que se haga lo que haya que hacer para conseguir el premio o evitar el castigo (eso suponiendo que premio y castigo llegan a ser suficientemente relevantes), pero ni un ápice más. Si puedo encontrar atajos, mejor que mejor. Si puedo copiar el resumen de internet, antes termino. Si llevo una chuleta al examen, arreglado. Si copio me libro de los problemas. Si el padre hace los deberes, menos problemas para todos. Al fin y al cabo lo que importa es el resultado. ¿Disfrutar del proceso? ¿Alimentar la motivación intrínseca (esa que funciona en ausencia de estímulos externos)? Bah, para qué.
Llegados a este punto, nos encontramos con los críos que llegan cansados a casa, obligados a dedicar todavía una o dos horas a ponerse con unos deberes que no les apetece ni huevo hacer. Si les dejas a su aire, no los hacen. Estar encima de ellos es cansado, conflictivo, exige tiempo y dosis enormes de paciencia que no siempre tienes. Y al final si lo que importa es el resultado… pues veo hasta entendible que llegues a coger el atajo del «acabamos antes si lo hago yo». Obviamente no lo defiendo, creo que se le hace un flaco favor a los chavales (acostumbrarles a que ante cualquier dificultad «ya llegan papá y mamá y te lo resuelven»; luego pasa lo que pasa). Pero también pienso que el origen del problema está antes. Que la propia concepción del sistema educativo tampoco hace un gran favor a los críos, a su aprendizaje, a su felicidad o a su capacidad de desempeño futuro.
¿Cuál sería la alternativa? Una educación basada no en el «cumplir», sino en incentivar la curiosidad y las aptitudes naturales de cada niño individual. Si a fulanito le gusta leer, recomiéndale libros, escúchale cuando te los resuma… siempre en positivo (no con el método de «hay que leerse un libro cada quince días y traer una ficha rellena, y el que no lo haga…»). Si a menganito le gusta la naturaleza, enséñale cómo germina una planta (¡es un proceso fascinante!), anímale a que cuide de sus propias plantas, que traiga semillas de distintos tipos, que haga fotos de los distintos estadios de crecimiento… Si le gusta pintar dale a probar distintos materiales, anímale a usar distintas técnicas… El que quiere bailar, anímale a hacer coreografías, ponle ejemplos de bailes para que vayan incorporando… En definitiva, se trata de iluminar el camino por el que los niños andan, no obligarles a ir por el camino que tú crees que debe llevar.
Claro, esto es un esfuerzo de la leche. Para individualizar a cada niño, para reaccionar de forma tremendamente flexible a las inquietudes y los ritmos de cada uno, encontrar la forma de seducirles y de proporcionarles la guía que necesitan para ir creciendo. Y no solo un esfuerzo para los profesores, también para los padres. Y si ni los padres a veces estamos dispuestos a poner la atención, el tiempo, la paciencia necesarios… como para pedírselo a la comunidad educativa.
¿Y si a un niño no le interesa nada? No me creo que haya nadie que esté con niños y piense esto de verdad. A todo el mundo le interesa algo. Unos cazan lagartijas, otros juegan al fútbol, a otros les encanta leer. O los videojuegos, sí, qué pasa. O los desastres naturales. Si les dejas solos, te das cuenta que cada uno tira para lo suyo.
«Ya, pero entonces no aprenderán lo que es importante»… Lo que es importante… ¿Qué es importante, en realidad? Sí, vale, saber sumar, saber leer… ¿hacer raíces cuadradas? ¿los afluentes del Duero? ¿senos y cosenos? ¿las partes de una célula? ¿qué es el esternocleidomastoideo?. Soy de la opinión de que «lo importante» es en realidad muy poco. Que lo que es relevante para nuestro día a día es algo que aprendemos de forma muy orgánica, mirando a nuestro alrededor, observando a los que nos rodean. Que si tenemos cerca a alguien (en este caso los padres y los maestros) que aprovechan las circunstancias de nuestra vida para ir dándonos información crecemos sin darnos cuenta, sin presión, sin obligación… y de una forma infinitamente más alineada con nuestro propio ser, más autónoma, más motivada, más provechosa… más feliz, y más productiva.