Hace unos días teníamos una conversación con un grupo de conocidos. Hablábamos de distracciones, de cómo nos afectan y de cómo las gestionamos.
Una de las herramientas que alguien propuso era: «de vez en cuando me paro y me pregunto ‘para qué estoy haciendo esto’. Eso me ayuda a tomar consciencia y a dejar la distracción».
Desde aquel día, tengo esa pregunta («¿para qué?») metida en la cabeza.
Por qué vs para qué
Hace un tiempo hacía referencia a Simon Sinek y la importancia del why.
Ocurre que, desde el inglés, el «why» puede ser interpretado como «por qué».
Y el por qué mira al pasado. Mira a las causas. Y oye, no tengo nada en contra de eso. Preguntarse «por qué» ayuda a entender de dónde nacen nuestros comportamientos, y puede danos información útil sobre cómo intervenir en ellos.
Pero si cambiamos la preposición, y preguntamos «para qué» en vez de «por qué», el foco cambia. Ya no miramos a las causas, ya no buscamos explicaciones. Lo que hacemos es cuestionarnos la finalidad. Da igual «por qué» suceden las cosas, lo importante es «para qué» suceden… y si queremos (o no) que sucedan.
Por decirlo de alguna manera, el «por qué» nos explica la realidad como consecuencia del pasado. Nos pone en un lugar pasivo, en el que podemos explicar pero no actuar. Por el contrario, el «para qué» nos sitúa en el asiento del conductor. Sí, nuestro coche tiene una inercia, pero… ¿nos gusta a donde nos está llevando?
¿Vamos a dejar que las cosas sigan su curso?
¿O vamos a pegar un volantazo?
Pon un «para qué» en tu vida
Decía antes que esta inquietud nació en una conversación sobre distracciones. Y sí, el «para qué» funciona muy bien en ese contexto.
Pero no solo ahí.
Podemos aplicar el «para qué» a todo lo que hacemos en nuestro día a día. Ahora mismo yo… ¿para qué estoy escribiendo este artículo? ¿qué es lo que quiero conseguir? ¿cuál es el futuro deseado al que quiero llegar?
Te propongo que hagas ese ejercicio. Que, a lo largo del día, te plantees «para qué» estás haciendo lo que estás haciendo.
Lo que yo he descubierto (con cierto horror) es la cantidad de cosas que hago cada día sin que haya un «para qué» claro.
La cantidad de cosas que hago por inercia, «porque tocan», por costumbre, por intereses de otros.
Hay una idea relacionada con al productividad, que dice que «no hay mayor falta de productividad que hacer de manera productiva cosas que no merece la pena hacer»; pues bien, el «para qué» nos ayuda a poner el foco en si lo que hacemos merece la pena o no.
Y si resulta que no… pues habrá que tomar decisiones.
¿Y si no tengo un para qué?
Hace muchos años decía que «ser productivo da vértigo«.
Y cuando uno se pregunta «para qué» puede experimentar por sí mismo ese vértigo. Porque es fácil que te lleve a darte cuenta de que no tienes claridad en el «para qué» estás haciendo las cosas. O que te des cuenta de que, para conseguir ese objetivo, lo que estás haciendo no es lo más importante (pero lo haces igual por inercia, porque es más fácil, porque no te lo has planteado…).
Lo lógico sería empezar la casa por los cimientos: preguntarnos qué futuro queremos construir (en cualquier ámbito de nuestra vida: profesional, personal, social…), y trabajar con esa finalidad en mente (como decía Covey). Hacer un análisis como el que propongo en la rueda de la vida te ayuda, precisamente, a empezar la casa por los cimientos.
Sin embargo muchas veces nos encontramos empezando la casa por el tejado, llenando nuestros días de actividad sin «para qué» claro y consciente.
Y aquí podríamos utilizar el «por qué» para explicar las razones por las que esto sucede: porque nos da miedo mirar al futuro, porque hay demasiada incertidumbre, porque no dedicamos tiempo a pensar en eso, porque…
Pero como veíamos más arriba esas razones no son tan importantes: lo importante es si estamos satisfechos con esa realidad, o si queremos cambiarla.
Varios niveles de «para qué»
Imaginemos que yo decido ponerme a dieta.
«¿Para qué te pones a dieta?»
Pues para perder peso.
«¿Y para qué quieres perder peso?»
Pues para estar más saludable.
«¿Y para qué quieres estar más saludable?»
…
¿Te das cuenta?
Un primer «para qué» te da una primera respuesta que es, en sí misma, interesante.
Pero puedes seguir profundizando en una cadena de sucesivos «para qué» que te ayuden a entender mejor cuáles son tus motivaciones últimas (y por lo tanto las realmente importantes), y quizás te abran la puerta a plantearte otras alternativas de actuación.
Haz, si quieres, ese ejercicio en tu propio caso, o con alguien a quien conozcas. Verás que la primera respuesta suele venir con bastante rapidez. Pero si profundizas, notarás los engranajes del cerebro (el tuyo o el de la persona a la que estés preguntando) funcionar con mayor intensidad.
Seguramente para el tercer o cuarto nivel llegues a hacerte preguntas que no te has hecho nunca.
El riesgo del «para qué»
Seguiré el ejemplo que ponía antes.
«¿Y para qué quieres estar más saludable?»
Pues para vivir más años
«¿Y para qué quieres vivir más años?»
…
Llega un momento, si estiras mucho la cadena de «para qués», en el que te das de bruces con cuestiones verdaderamente profundas y filosóficas. Preguntas que, quizás, no tengan respuesta.
Es un lugar potencialmente incómodo, que te lleva a cuestionarte el sentido de lo que hacemos, el sentido de la vida misma.
Quizás por eso no nos gusta preguntarnos demasiado el «para qué»…
Hacer cosas sin un «para qué»
Teniendo todo esto en cuenta, hay otra pregunta que podemos hacernos: «¿todo lo que hagamos tiene que tener un para qué?»
Creo, honestamente, que no.
Que está bien tener nuestros ratos de hacer cosas sin más, sin una finalidad concreta, sin meternos tanta presión.
Que está bien también abrirse a la casualidad, a descubrir caminos imprevistos, a explorar.
Incluso que está bien darse de bruces con el existencialismo y renunciar a buscar un «para qué» último que nos dé explicación a todo.
Supongo que, al estilo de Aristóteles, en el medio está la virtud: ni convertirnos en seres permanente obsesionados por la finalidad de lo que hacen (en una especie de ejecución de un «Plan de Dominación Mundial»), ni abandonarnos como hojas que se dejan arrastrar a donde el viento las lleve.