Creo que ya comenté algo similar relacionado con las felicitaciones de navidad (aunque lo cierto es que no lo encuentro… ¿será que ya doy por blogueadas cosas?). Pero bueno, es algo recurrente. En esta ocasión, con motivo de mi cumpleaños (fue la semana pasada). Recibí felicitaciones presenciales, por teléfono, por email, por SMS, por twitter, por facebook… de familia, amigos «de toda la vida» y también de «conocidos de la red». Fenomenal, siempre se agradece que la gente se acuerde de uno. Y luego…
Luego están las felicitaciones automáticas. Desde la formalísima carta de don Isidoro Ãlvarez (el de El Corte Inglés) a emails lanzados por aquel foro en el que un día me registré, aquel servicio al que un día di mi fecha de nacimiento… Todo mensajes preconfigurados («Querido $nombre, desde $empresa te deseamos muchas felicidades en tu $edad cumpleaños»), lanzados por un script automático.
Para mí son mensajes que sobran. Es que me dan igual. No significan nada para mí. No voy a mirar con más simpatía a una empresa porque tengan una base de datos y un sistema de mailing. No hacen que me sienta más cercano a ellos, ni mejoran su posicionamiento en mi mente. Eso se consigue con contacto personal. Y el contacto personal significa mucho más que «personalizar» un mensaje estándar con mi nombre y mi edad. Significa que alguien (una persona con cara y ojos) sabe quién eres, te «conoce» y se toma la molestia de ponerse en contacto contigo. Eso sí que genera afinidad.
Ya sé lo que dirán algunos: «es que eso no escala». Para hacer eso hacen falta personas de verdad (y no sólo bases de datos y scripts), y ya sabemos que las personas tenemos un límite en cuanto al número de individuos a los que podemos tratar con un mínimo de familiaridad. Por no hablar de lo que cuesta una persona, claro.
Lo entiendo. Eso no escala. Pero funciona. Lo otro puede que escale muy bien… pero no funciona. Es una variante «amable» de spam, nada más. Y de lo que se trata es de que funcione, ¿no?.
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El uno por el otro… la casa sin barrer
Este es un «sucedido» que me contaban hace unos años, referido a una redacción de periódico (y que me perdonen los periodistas si cometo alguna incorrección respecto a los puestos). El hecho es que, dentro del proceso de publicación, estaban definidos tres puntos de control para que el contenido que salía de la imprenta fuese el correcto. Aparte del propio redactor, había alguien en la redacción que tenía que repasar todo el contenido antes de mandarlo a imprenta, y luego alguien tenía que hacer una última revisión para ver que lo imprimido estaba bien.
Total, que habiendo tres puntos de control… no eran pocas las veces que el periódico se imprimía con errores, algunos de ellos garrafales. ¿Y por qué? Porque el primero pensaba «bah, si después me lo van a revisar dos, para qué me voy a molestar yo». El segundo pensaba «bueno, esto se supone que viene revisado, y después hay otro que lo controla, así que… para qué me voy a molestar yo». Y el tercero pensaba «ya hay dos personas que han revisado esto, ¿para qué me voy a molestar yo?
Y así, los unos por los otros, la casa sin barrer… y es que en ocasiones la redundancia de sistemas de control (y más cuando son «humanos») paradojicamente redunda en un peor control.
La Universidad no sirve para nada

Al menos, es la conclusión que se podría llegar a leer lo siguiente en mi anterior post:
Salimos de la facultad pensando que sabemos algo… pero no tardamos mucho en darnos cuenta que no sabemos nada de nada
Si salimos de la Universidad sin saber nada de nada… ¿entonces para qué le dedicamos unos años?. Sobre todo cuando, como en el entorno actual, un título universitario es un elemento muy poco diferenciador en el mercado laboral: antes «ser licenciado» era señal de algo, pero ahora hay tantos miles de ellos que un título no te asegura gran cosa.
Evidentemente el planteamiento no es tan radical. Es cierto que, cuando salimos, no sabemos «nada de nada» en el ámbito práctico. Pero de algo han servido esos años (ojo; si, y sólo si, hemos puesto cosas de nuestra parte; porque hay gente sobre la que la Universidad pasa como si nada).
Creo que el beneficio principal es que nos da un esquema de conocimientos. Nos «amuebla» la cabeza. Son cosas que quizás luego no tengan una utilidad práctica directa en nuestro primer trabajo (o nunca), pero nos permite tomar una perspectiva amplia sobre un determinado campo del conocimiento que hace que el aprendizaje posterior (el que sucede «en la vida real») vaya encontrando acomodo de una forma mucho más sencilla y natural.
También podríamos hablar de la dinámica de estudio / esfuerzo (aunque eso es algo muy relativo, que depende de universidades y también de la actitud personal), de las oportunidades de conocer personas interesantes (tanto entre alumnos como entre profesores) e interactuar con ellas (aunque, de nuevo, la actitud personal es un factor importantísimo), el incentivo a «buscarse la vida» (las cosas ya no vienen mascadas)…
Por supuesto, muchos conciben la Universidad como la posibilidad de extender su adolescencia durante un puñado de añitos más, con unas responsabilidades limitadas y grandes posibilidades de disfrutar de todo tipo de ocio. Lo cual está estupendo, pero no deja de ser un tanto peligroso si sólo se queda en eso…
En definitiva, desde mi punto de vista el periodo universitario es un periodo de oportunidades que, bien aprovechadas, son realmente enriquecedoras tanto desde el punto de vista de desarrollo personal como profesional. Pero que para resultar efectivamente bien aprovechadas requieren de un nivel de proactividad bastante elevado. Así que, si quieres y puedes ir a la Universidad, hazlo con la conciencia de que estás ante una oportunidad única, y con la disposición de sacarle el máximo partido. Si no, simplemente estarás dejando pasar el tiempo.
Reflexiones sobre el futuro de los licenciados ADE
Me escribe un mail Antonio, un chico de Valencia que está a punto de terminar sus estudios en ADE (Administración y Dirección de Empresas), pidiéndome mi opinión sobre qué hacer con su futuro. Ahhh… qué tiempos aquéllos… después de pasarse toda la vida hilando un curso con el siguiente, sin tomar grandes decisiones, ve uno que se va acercando el precipicio; ya no hay «sexto de carrera», deja uno el mundo académico y se tiene que sumergir en el tenebroso y desconocido mundo laboral. Se vienen encima todas las incertidumbres del mundo, y la responsabilidad de tener que empezar a elegir.
Yo también soy licenciado en ADE (aunque en Bilbao simplemente éramos «de la Comercial», nunca me sentí muy identificado con lo de ADE), y también viví aquellos momentos. De una forma un tanto peculiar, a decir verdad, porque yo fui uno de tantos de mi promoción que salió «colocado» (estimo que entre banca de inversión, consultoras y auditoras que realizaban procesos de selección durante el último año de carrera, el 80%-90% de la promoción llegó a junio sabiendo dónde iba a empezar a trabajar), además en un entorno que se asemejaba bastante al «sexto de carrera» (mucha gente de una misma promoción, con procesos muy definidos de formación y en los que la inmersión en el entorno laboral se realizaba bastante poquito a poco).
Pero bueno, tras 9 años sí que creo que tengo una cierta perspectiva como para reflexionar sobre este salto.
- Primer punto: no agobiarse. Ninguna de las decisiones que tomemos es vinculante. Escojamos una opción u otra, siempre tendremos posibilidad de cambiar en el futuro. Nada es irreversible, nuestra vida laboral no depende de esas primeras decisiones, así que descarguemos ese pesado lastre de nuestros hombros. Resulta fácil decirlo desde este lado, pero es que es así (aunque probablemente es una conclusión que sólo se alcanza después de pasado todo el proceso).
- Segundo punto: aprender, aprender, aprender. Salimos de la facultad pensando que sabemos algo… pero no tardamos mucho en darnos cuenta que no sabemos nada de nada. Con suerte, tendremos una pequeña base de conocimientos. Pero la realidad siempre es mucho más compleja y cambiante. Por no hablar de lo que no es conocimiento y tiene que ver más con eso que se llama «saber trabajar» (relacionarse con jefes, compañeros y clientes, gestionar el propio tiempo, la autoexigencia, el rigor, la responsabilidad). Será a través de la experiencia cuando vayamos conociendo el mundo laboral y empezar así a tomar decisiones sobre lo que nos gusta y lo que no nos gusta, lo que se nos da bien y lo que no, lo que queremos para nuestro futuro. Por lo tanto, en los primeros años, el foco siempre debe estar en aprender, tanto en el ámbito teórico como en el práctico. En ser una esponja. Someterse a cuantas más experiencias mejor (variedad de proyectos, variedad de equipos, perfil internacional…) es de lo más recomendable, no es momento de buscar un sitio «tranquilo» y cómodo (aunque sea nuestra tendencia natural). Muestra interés por tu empresa, por tu sector, por tu mundo… más allá de las tareas que te sean asignadas. Exponte, no te refugies. Demuestra mucho antes de exigir.
- Tercer punto: y relacionado con el anterior. Si lo importante es aprender, entonces lo importante no es el dinero, o las horas que haya que trabajar. No importa trabajar mucho o cobrar poco si a cambio aprendemos mucho y conocemos mucha gente. Sé que este planteamiento «suena mal» (queremos trabajar para ganar dinero, queremos tener tiempo libre para disfrutarlo… y lo queremos ya), pero este sacrificio de tiempo y dinero tiene sus recompensas medida en términos de desarrollo profesional y de oportunidades futuras. A veces pensarás que no merece la pena el esfuerzo (y puede que en ocasiones sea así), pero desde luego sin hacerlo no cabe esperar que las cosas caigan del cielo.
En definitiva: acabar la carrera es, aunque suene contraintuitivo, todo lo contrario a «haber llegado». En realidad, lo que estamos haciendo es «volver a empezar». Hay un mundo entero de oportunidades a tu disposición, pero ninguna va a llegar mientras esperas cómodamente sentado.
Las leyes y la tecnología
Más de Funky Business
La tecnología cambia y seguirá cambiando a una velocidad muy superior a la que los gobiernos emplean para sancionar leyes que la regulen.
¿Qué es peor, el jefe agobiante o el jefe ausente?
Vale, ya sé la respuesta. El jefe, cuanto más lejos, mejor. Un jefe agobiante, de esos que está permantemente contigo, dándote indicaciones, exigiéndote plazos, con llamaditas cada rato y el de enmedio, con mails constantes, corrigiéndote fallos, con su aliento en tu nuca, que aparece por tu puerta sin avisar… creo que no lo quiere nadie. Cuando nos ha tocado sufrir un especimen de este tipo, siempre hemos soñado con que le dé un «chungo» que le mantenga una semanita fuera de juego, con gestionar las vacaciones para evitar coincidir con él (y así disfrutar dos veces de las vacaciones; de las propias, y de los días que trabajamos sin tenerle encima), nos ilusionamos con que tenga un viaje largo y alejado del mundanal ruido.
Sin embargo, el extremo contrario tampoco es ideal. El jefe ausente. Ese jefe que, cuando le necesitas, no puedes localizar. El que no te devuelve las llamadas. El que tarda varios días en contestarte los emails, si los contesta. El que no revisa el trabajo que le das hasta que posiblemente es demasiado tarde. El que no te da indicaciones, ni te corrige fallos, ni te proporciona ayuda o recursos. Es verdad, no te molesta. Pero eso no quiere decir que facilite en absoluto tu trabajo… de hecho, puede llegar a entorpecerte tanto o más que el otro.
En el término medio está la virtud. El jefe que está cuando le necesitas, pero que te deja tu espacio para trabajar. El que te da indicaciones, pero luego te permite escoger tu propio camino. El que está encima para lo importante, y no está con pequeñeces del día a día. El que te señala formas de mejorar y además te proporciona los recursos para hacerlo.
Por otro lado, cada uno tenemos nuestras preferencias. De hecho, hay una teoría del liderazgo situacional que dice precisamente eso: que cada tipo de colaborador requiere un estilo diferente de gestión, de acuerdo a sus características. Yo, sin duda, me siento mucho más agusto con un jefe «distante» que con un jefe agobiante. Pero siempre necesitas tenerle a mano para que te ayude… porque de eso se trata, ¿no? De ayudar.
PD.- Edito con una cita encontrada en este powerpoint:
Los jefes son como las nubes; cuando desaparecen queda un día lindo…
Los proyectos QCHYA
Los proyectos QCHYA (o «cuchia») son… sí, vamos, no me digáis que no habéis oido hablar de ellos. Seguro que cuando los explique os suenan mucho. Y es que QCHYA es el acrónimo de Qué Coño Hago Yo Aquí. Seguro que ahora ya los vamos encajando mejor, ¿a que sí?
Se trata de esos proyectos en los que, simplemente, no sabes qué aportas. No sabes demasiado bien qué es lo que busca el cliente (porque dice una cosa y hace otra, o porque nadie se para a contártelo) y/o desde luego no entiendes por qué han contratado contigo o te han asignado al mismo, porque no tiene demasiado que ver con lo que tú sabes hacer. Proyectos en los que no te proporcionan los recursos necesarios para desarrollarlos, ni autonomía para ir avanzando, en los que no puedes aportar criterio ni opinión ninguna.
Pero ahí estás, y hay que hacer como que sí sabes lo que estás haciendo.
Recuerdo varios de estos a lo largo de mi carrera consultoril. Son proyectos agotadores mentalmente, en los que gran parte de las horas las pasas perdiendo el tiempo, bien porque no tienes ni idea de por dónde seguir o bien porque no te proporcionan los recursos (información, acceso a las personas clave, etc.) necesarios para hacerlo. Proyectos en los que tienes que poner más veces de las recomendables «cara de haba» porque no puedes decir nada medianamente inteligente. Proyectos en los que cada nuevo entregable se transforma en una fuente de angustia, porque te das cuenta de que no estás aportando ningún valor (aunque, con el tiempo, te das cuenta de que cuando estas cosas suceden es porque tampoco nadie está esperando que aportes demasiado…).
Si me pongo a pensar, creo que en este tipo de proyectos han coincidido algunas variables comunes:
Para ser sinceros, yo lo he pasado mal en esos proyectos. Por la sensación de perder el tiempo, de que lo que estás haciendo no vale para nada, de estar «con el culo al aire» permanentemente, de que no avanzas, de que no aportas. Sobre todo, por la sensación de estar proporcionando, con perdón, «un servicio de mierda». Son proyectos en los que lo único que he deseado era que me sacasen de allí de cualquier forma, porque no veía la manera de terminarlos con bien. Algunos terminaron abruptamente. Otros terminaron con de forma vergonzante (se da por terminado sin ningún resultado plausible, aquí paz y después gloria… y tú has perdido el tiempo miserablemente).
Creo que en resumen se puede decir que son proyectos hechos a conciencia de que da igual cómo resulten, en los que no se espera obtener ningún resultado real (ni rentable) ni ninguna contribución apreciable por parte del consultor, y que únicamente sirven para justificar alguna necesidad (en algunos casos más oculta, en otros más explícita) de quien te contrata.
Pero mientras tanto, ahí tienes que estar tú pasando malos ratos. Cuando no eres consciente de estas realidades, angustiado por que ves que no estás siendo capaz de aportar. Y cuando eres consciente, hasta el gorro de perder el tiempo y de hacer un trabajo que sabes que no va a valer para nada.
Finge, consultor, finge
Aprendí mucho en mi primera etapa de consultor en gran empresa de consultoría. Muchas cosas buenas, y también alguna un poco regular de la que no consigo desprenderme del todo. Y es que en ese mundo se lleva mucho lo de fingir, lo de aparentar ser lo que no eres. Quizás todo empiece unos meses antes, cuando haces los procesos de selección. Y no siempre cuentas la verdad sobre tí, sino aquello que sabes que tu interlocutor quiere escuchar; tienes que dar el perfil. Pero lo peor viene luego, cuando tienes que fingir de puertas hacia afuera. Y no por tu propia voluntad, sino porque te incitan a hacerlo:
- Finge tu edad, dí que tienes tres o cuatro años más de los que realmente tienes: nadie quiere a un niñato recién salido de la universidad en sus proyectos, que un niñato que no sabe nada de la vida les diga lo que hay que hacer, y de hecho estamos cobrando por tí como si fueras ya un tío más mayor y con más experiencia.
- Miente sobre tu experiencia real: dí que has estado en no uno, sino en varios clientes del mismo sector, en empresas de similar tamaño, haciendo proyectos del mismo tipo. Vamos, que para tí esto es coser y cantar. Aunque sea en realidad la primera vez, en el curriculum que le pasamos al cliente pondremos cuatro o cinco proyectos similares (sin citar el nombre del cliente, «para respetar la confidencialidad»). Sin saberlo, has participado en todos los proyectos desarrollados por la empresa en los últimos años. O si no, nos los inventamos sin más. ¿Que no es creible que hayas hecho esos proyectos llevando tan poco tiempo? Recuerda que en realidad tienes cuatro años más de los que realmente tienes… y eso da para mucho.
- Exagera tus conocimientos: aunque no entiendas la mitad de las cosas de las que se hablen, y la primera toma de contacto sobre el tema sea el documento que te han pasado esta misma mañana, recuerda que eres «el experto», «uno de los tíos que más sabe de esto». Recuerda que tienes que tienes que mantener esta fachada por encima de todo, este cliente está pagando por un experto, no por un cantamañanas
- Aparenta un estilo de vida desahogado: viaja con tus trajes, tus aparatejos, coge tantos aviones como hagan falta, alojate en bonitos hoteles, taxi arriba, taxi abajo, púlete las dietas en unos buenos restaurantes. Recuerda que eres un hombre de mundo, que puede permitirse ese estilo de vida gracias a sus conocimientos y experiencia, a todo lo que sabes. Total, paga el cliente
- Y a medida que va pasando el tiempo, no te olvides de aparentar que sí, que efectivamente le has dedicado al proyecto todas las horas que vas a facturar , que has revisado con atención el informe que estás presentando, que conoces el más mínimo detalle del proyecto. Aunque te hayas limitado a echar un vistazo a los papeles que tu equipo ha preparado. Al fin y al cabo, «tienes el culo pelao».
Lo que no tengo ni idea es a qué ha venido tanta acidez a estas alturas de la película… cuando después de tanto tiempo son cosas que debería tener olvidadas o asumidas. Pero nunca pude asumirlo como algo normal, y lamentablemente todavía de vez en cuando me pongo en guardia y me saltan los viejos mecanismos. Y es que es lo que tienen estas empresas con culturas tan fuertes: que hacen un buen trabajo de «inmersión cultural» para lo bueno y para lo no tan bueno.
Un sapo en el desayuno
Uno de esos consejos que merecen la pena
Todas las mañanas, desayunate un sapo. Acomete cuanto antes todo aquello que queda fuera de tu zona de confort. Cuanto antes lo ataques, antes te lo quitarás de encima, menos ciclos cerebrales tendrás que dedicarle, menos estrés generarás y antes de darás cuenta de que no era para tanto.
¿Cuántas veces no nos habremos enfrentado a tareas «desagradables»? Y pensamos en ellas, y qué pereza, y menudo marrón, ya verás qué movida, pfff… y si la dejo para mañana… es que hoy no lo veo… Y te pasas el día dándole vueltas, porque aunque hagas lo del avestruz, la tarea sigue ahí, esperándote. Tienes la secreta esperanza de que, si no le haces caso, acabará desapareciendo. Pero lo normal no es que desaparezca, sino que siga igual o, aún peor, que por nuestra falta de decisión empeore. Y mientras tanto nosotros, que sabemos que está ahí, le seguimos dando vueltas y nos angustiamos…
Un gran consejo éste de desayunarse un sapo. Debería aplicármelo.
Dale otra pensada, el feedback y el mastermind

¡Que levante la mano el que nunca se ha visto en esta situación! Preparas un trabajo; un informe, una presentación, un artículo… y se lo presentas a tu gerente o tu socio. Le echa un vistazo (posiblemente después de haberlo tenido varios días en su mesa), arruga el morro y te lo devuelve con un «no, no lo veo; dale una pensada» («dale una pensada» puede ser sustituído por «dale otra vuelta», «mira a ver si le das otro enfoque», etc.). Y ya está. Te vuelves a tu sitio y piensas… «vale, ¿y ahora qué?»
Porque partimos de la base de que nuestro primer tiro lo hemos hecho con la mejor de las voluntades, poniendo todo de nuestra parte hasta conseguir algo que consideramos adecuado. Si la respuesta es simplemente un «no, dale otra vuelta»… es como si no nos dijeran nada. No tenemos pistas sobre qué es lo que está mal, qué sobra, qué falta, qué enfoque sería el más adecuado. En realidad, es peor que si no nos dijeran nada, porque encima vemos como lo que hemos hecho con nuestro mejor esfuerzo no vale, y nos encontramos sin referencias para volver a hacerlo. Llegamos a una situación en la que no podemos aplicar ningún recurso lógico a mejorar nuestro trabajo, lo que nos lleva a probar cosas al azar a ver si hay suerte.
Esta situación me recuerda al clásico juego del Mastermind. Ése en el que uno de los jugadores hace una combinación (de colores, de números, de letras…) secreta, y el otro tiene que acertarla a base de proponer combinaciones. La gracia del juego es que cuando se propone una combinación, hay un feedback constructivo por parte de la otra persona: has acertado con una en su posición correcta, con dos descolocadas, y con otras dos no has acertado. De esta forma, la siguiente propuesta tiene algunas guías para intentar acercarse a la solución correcta y, tras unas cuantas iteraciones y aplicando la lógica, es posible llegar a «adivinar» la combinación secreta.
La situación de «dale otra pensada» equivaldría a que, cuando el jugador propone una combinación, el otro le dijese simplemente «no, no es ésa». Así, la siguiente combinación sería otra propuesta casi al azar, cambiando cosas por si suena la flauta. Si no hay respuestas más allá del «no, no es ésa», acertar la combinación secreta se convierte en una mera cuestión de casualidad, además de perder en el camino infinidad de tiempo en intentos baldíos.
Un buen feedback es necesario para ayudar a quien trabaja «a ciegas» a conseguir el resultado que se espera de él. Afortunadamente, yo he tenido la suerte de haber trabajado con algunos jefes especialmente espectaculares en este sentido. No sólo te daban, de inicio, bastantes indicaciones de qué es lo que esperaban de tí. También, en cada iteración, dedicaban tiempo (y paciencia) a contarte qué cosas les parecían adecuadas, cuáles no, por dónde profundizar, por dónde matizar, qué recursos podías utilizar… Como resultado, el trabajo resultaba más eficiente (era capaz de llegar al resultado esperado en menos tiempo / iteraciones), en un proceso mucho menos frustrante, y yo podía aprender y consolidar mis criterios y por extensión, estar más afinado la siguiente vez. Lo único que se requería era una cierta dedicación por parte del jefe, dedicación que revertía con creces en términos de eficiencia posterior y de satisfacción personal.
Así que, jefes del mundo… borrad el «dale una pensada» o el «dale otra vuelta» de vuestros vocabularios. Cambiadlo por una crítica constructiva, por indicaciones lo más claras posibles que ayuden a visualizar lo que vosotros tenéis en mente. De verdad que no es una pérdida de tiempo, sino una inversión con un retorno muy notable.