Lo que depende de ti (y lo que no)

La oración de la serenidad

«Señor, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, coraje para cambiar las que sí puedo, y sabiduría para entender la diferencia».

Así arranca la conocida como oración de la serenidad, creada por Reinhold Niebuhr y popularizada, entre otros, por Alcohólicos Anónimos.

Es una frase sencilla, pero con una profundidad enorme. Yo la tengo colgada en mi despacho, porque me recuerda algo fundamental: en medio del ruido del mundo, lo más inteligente es centrar la energía en lo que está en nuestras manos… y gastar la mínima posible en lo que no lo está.

Las tres zonas de acción

Cuando hablo en mis cursos, suelo presentar este mismo planteamiento con una idea práctica: las tres zonas de acción.

  • Zona de control: son todas aquellas cosas que dependen exclusivamente de ti, aquí y ahora. Decidir levantarte de la silla, enviar un correo, elegir qué palabras usas en una conversación. Pequeñas o grandes, siempre hay acciones que caen aquí.
  • Zona de influencia: son situaciones en las que no tienes la decisión final, pero sí margen para intentar moverlas. Por ejemplo, hablar con un compañero para mejorar la forma de trabajar juntos. No garantizas el resultado, pero puedes intentarlo.
  • Zona de adaptación: es todo lo que no depende de ti en absoluto. El marco legal, la meteorología, una crisis económica. Aquí no puedes controlar ni influir. Pero eso no significa rendirse: aunque no evites la lluvia, sí puedes coger un paraguas.

Si te fijas, en las tres zonas aparece siempre el mismo mensaje: hay algo que puedes hacer.

Locus de control: interno vs. externo

En psicología se utiliza el concepto de locus de control para explicar dónde pone una persona el acento cuando piensa en su capacidad de manejar su vida.

  • Locus de control externo: la sensación de que todo depende de la suerte, del destino, de lo que deciden otros. Esa mirada suele traer frustración, impotencia o victimismo: “no hay nada que yo pueda hacer”.
  • Locus de control interno: no significa ingenuidad ni creerse omnipotente. Es asumir que hay límites, pero también muchas cosas que sí están a tu alcance. Y elegir enfocar ahí tu atención. Quien opera desde aquí suele sentirse más responsable, más motivado y con más capacidad para afrontar lo que venga.

En el fondo, es lo mismo que dice la oración de la serenidad: cambiar lo que puedo cambiar.

Los dos pecados

Desde este enfoque, aparecen dos errores frecuentes que nos desgastan:

  1. Volcar demasiada energía en lo que no depende de nosotros. Quejarse sin parar del mundo, intentar controlar a los demás, darle vueltas a lo que no tiene remedio. Es como darse cabezazos contra una pared.
  2. Dedicar poca energía a lo que sí está en nuestra mano. Dejar de actuar, esperar a que las cosas cambien solas, quedarnos paralizados como un conejo en mitad de la carretera.

¿Y entonces qué?

No se trata de cargar con el 100% de la responsabilidad de lo que te pasa. Claro que existen contextos, injusticias y mala suerte. Claro que hay cosas que te superan.

Pero sí se trata de enfocar el esfuerzo en ese margen de actuación —que casi siempre es mayor de lo que creemos—. Ahí es donde tu tiempo y tu energía tienen más impacto.

Serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar.

Coraje para cambiar lo que sí se puede.

Y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro.

Cuando fluir no basta: el arte de reparar las relaciones

Relaciones: de la armonía a la desarmonía

Todos hemos tenido la experiencia de relaciones que, simplemente, funcionan.

Pueden ser relaciones personales (sentimentales o no), y también profesionales.

El entendimiento es sencillo, casi mágico. Conversaciones que encajan, silencios que no pesan, ritmos que se acompasan sin necesidad de hablar mucho. Y te dices: esto funciona. Funciona porque no hay malentendidos, porque no hay tensiones, porque todo está en su sitio. Como cuando acabas de ordenar el salón y no hay un solo cojín fuera de lugar.

Una sensación de armonía en la que te instalas como si fuese a durar para siempre.

Hasta le solemos poner un nombre: la fase de «luna de miel».

Es tentador pensar que eso es lo natural. Que si una relación es buena, debería mantenerse así: ligera, suave, espontánea. Sin fricciones. Y si aparecen, señal de que algo se ha roto.

Pero basta con mirar un poco más de cerca. O esperar un poco más de tiempo.

Porque luego pasa algo. Siempre pasa algo.

A veces no sabes ni qué. Un comentario que molesta, una decisión que no se consulta, una expectativa que no se cumple. A veces no es ni algo que haya pasado, sino algo que no pasó: un silencio, una ausencia, una falta de reconocimiento. Y de pronto, la relación ya no se siente igual. Pequeños gestos que antes pasaban desapercibidos ahora pesan. Te das cuenta de que algo se ha desplazado, aunque no sepas exactamente dónde.

Lo que antes era armonía pasa a desarmonía.

Y aquí empieza el momento clave: el instante en que podrías mirar de frente lo que está pasando y hablarlo.

O no hacerlo.

La reparación

Hay un principio universal, que es el de la entropía. Y que básicamente viene a decir que todo tiende a desordenarse, a estropearse.

Con las relaciones pasa lo mismo, especialmente si nadie hace nada para remediarlo.

Cuando aparece la desarmonía, hay dos opciones: hacer el esfuerzo por repararla, o dejar que todo siga su curso. Y ese curso termina, más pronto o más tarde, en la ruptura.

Lo que pasa es que no hablarlo suele ser más fácil. Fingir que no pasa nada. Restarle importancia. Decirte que ya se le pasará, o que no merece la pena entrar ahí, o incluso que qué más da, si tampoco era tan importante esta relación. Es un atajo. Uno muy habitual. Y muy caro.

Porque no reparar no es quedarse igual. Es dejar que algo se enfríe. Es permitir que se acumule una capa invisible de incomodidad, de reproche callado, de desconfianza apenas perceptible… hasta que un día esa capa es tan gruesa que ya no se puede atravesar.

Y esto ocurre en todos los ámbitos. En lo personal, claro. Pero también en lo profesional. Con un compañero con el que antes te entendías a la primera y ahora todo son malentendidos. Con un jefe que dejó de confiar en ti porque un día no hablaste claro. Con un cliente que se distanció porque no supiste gestionar una queja a tiempo. Nada de eso suele romperse de golpe. Se va rompiendo por omisión.

Reparar, en cambio, requiere un acto de voluntad. Implica mirar lo que duele, exponerse a una conversación difícil, asumir responsabilidad. Implica decir “esto no va bien” sin necesidad de culpar a nadie. Y, sobre todo, implica valorar la relación por encima del orgullo, la incomodidad o el deseo de evitar conflicto.

A menudo pensamos que una buena relación es la que no necesita hablarse demasiado. Que si hay que “trabajarla”, es que no funciona. Pero es justo al revés: las relaciones buenas no lo son porque no tengan grietas, sino porque saben repararlas.

El esfuerzo de sostener las relaciones

El problema es que estamos rodeados de discursos que glorifican lo inmediato, lo que fluye, lo que no requiere esfuerzo. «Dejarse llevar suena demasiado bien», decían Vetusta Morla. Nos dicen que si algo se tuerce, lo mejor es soltarlo. Que si ya no vibra, es que no es tu sitio. Y claro, así es fácil ir encadenando vínculos que empiezan muy bien… y que no necesariamente terminan mal, sino que simplemente terminan. Porque nadie se quedó el tiempo suficiente para recomponerlos.

Superar esos malos momentos, hacer ese esfuerzo, es a lo que llamamos «compromiso». Implica asumir esa incomodidad, ir más allá del bienestar a corto plazo y de nuestro ego, a cambio de darle una oportunidad a largo plazo a la relación. Y así darnos la oportunidad de recoger los frutos que solo se obtienen de las relaciones maduras.

Hablaba Oliver Burkeman, en su libro «4000 weeks», de la importancia de «seguir subido en el autobús». Se refería a que, en cualquier actividad que merezca la pena, hay frutos que solo aparecen si nos mantenemos firmes en la decisión que hemos tomado, incluso cuando la cosa se pone aburrida, difícil o pesada. Si nos bajamos del autobús a las primeras de cambio (para probar otro nuevo) difícilmente llegaremos al destino.

También Nietzsche lo expresaba así: “Todo lo que tiene valor —valor grande— no se alcanza sin esfuerzo, sin una larga fidelidad a lo que cuesta.”

Vivimos en una cultura que ha confundido libertad con desconexión, y bienestar con placer inmediato. Pero sin vínculos estables, nos vamos vaciando de sentido.

Y ojo, que comprometerse no es aguantarse sin medida. No es sacrificarte como un martir. Pero sí es elegir, con conciencia, que hay cosas que merecen esfuerzo. Y entender que la calidad de un vínculo no se mide por cuán placentero es en su punto más alto, sino por cuán sólido se vuelve después de atravesar lo incómodo.

Y eso requiere renunciar al mito del “fluir”. Porque fluir está muy bien… hasta que deja de fluir. Entonces, lo que queda no es la corriente. Es tu compromiso. Tu capacidad de quedarte y cuidar. De reparar. De elegir el largo plazo.

Las relaciones que duran no son las que siempre van bien. Son las que han aprendido a volver a ir bien después de ir mal. Y eso, créeme, no se da solo. Se hace. Con conversaciones difíciles. Con gestos incómodos. Con decisiones conscientes. Con renuncia, con generosidad.

¿Quién tira del carro?

Este ciclo de armonía-desarmonía-reparación es una constante en cualquier relación. Y sostenerlo a largo plazo requiere que todas las partes implicadas lo entiendan, lo asuman y decidan conscientemente hacer el esfuerzo que exige.

Eso no quiere decir que esos esfuerzos sean siempre repartidos al 50%. Hay rachas donde uno puede tirar más, y otras donde quizás se deje llevar. No es cuestión, por tanto, de ir haciendo lo que los anglosajones llaman «keeping score».

Ahora bien, sí es relevante que las dos partes de la relación sientan que ésta es importante. Y que tengan una visión compartida de cómo funciona este ciclo, y de que sostener la relación implica esfuerzo y generosidad. Que perciban en la otra parte hay el mismo interés y la misma buena disposición.

Si no, llega un momento que quien tira del carro se plantea si merece la pena seguir haciéndolo o no.

Y si la relación tiene que terminar, también está bien. Al final todo es un juego de pros y contras, de decidir si los sacrificios que haces y lo que recibes a cambio merece la pena. Como dice el experto en terapia matrimonial Terry Real, la pregunta es: «¿Obtengo lo suficiente de esta relación como para compensar lo que me exige?»

Si es que no, pues quizás sea mejor decir adiós. Porque comprometerse no es encadenarse. Hay veces en que lo que se rompe no es reparable, o no debe serlo. Y saber distinguir eso también es una forma de madurez. En «The gambler» Kenny Rogers lo cantaba muy bien: «tienes que saber cuándo mantener las cartas, cuándo tirarlas, cuándo marcharte y cuándo salir corriendo».

Pero si es que sí, la próxima vez que algo se tuerza, en vez de pensar «esto ya no fluye», piensa «es la hora de la reparación«. No esperes a que el otro dé el paso. Hazlo tú. Con cuidado, con respeto, con la humildad de quien sabe que no siempre tiene razón… pero sí tiene claro qué quiere cuidar.

Porque si no lo haces tú, puede que no lo haga nadie. Y entonces lo que parecía tan fácil… simplemente se pierde. No por lo que fue, sino por lo que no quisimos hacer cuando dejó de serlo.

¿Y cómo se repara?

Eso de reparar es más fácil de decir que de hacer.

Porque implica, como decía más arriba, conversaciones incómodas. Porque implica aceptar que la relación es más importante que el «tener razón». Porque te obliga a dejar tu ego a un lado para escuchar con atención y compasión. Porque implica renunciar a parte de tus exigencias en favor de un compromiso. Porque implica poner el «nosotros» por encima del «yo».

Hace tiempo escribía sobre las idea de la «comunicación no violenta«, y creo que puede ser una buena base para entender cuál debe ser nuestra actidud en esa fase de reparación. Porque al final se trata de indagar en el punto de vista de la otra persona. De qué es lo que ve, qué es lo que interpreta, qué es lo que siente, qué es lo que necesita. Y hacerlo sin juzgar, sin minimizar, sin pretender imponer nuestro relato.

Edgar Schein llamaba a esto “humble inquiry”, y de nuevo exige dejar el ego al lado (ese que nos dice “yo tengo razón”).

¿Para qué sirve?

Pues por un lado, por sí mismo, ya expresa respeto hacia la otra persona. Y la otra persona lo va a percibir así. Todos aspiramos a ser vistos, ser reconocidos y ser amados. Cuando la otra persona percibe en nosotros el esfuerzo en comprenderla (y no en “convencerla”), recibe el mensaje de que estamos dispuestos a ir más allá de nuestro ego en beneficio de la relación.

Y eso, obviamente, nutre la relación a pesar del desacuerdo. No en vano dice Simone Weil que “la atención, tomada en su forma más pura, es la forma más rara y más pura de generosidad.”

Pero además, a partir del conocimiento derivado de ese proceso de escucha, tenemos muchos más elementos sobre los que poder proponer una solución de compromiso que sea razonable y equilibrada por todas las partes.

Suelo decir que es como poner todas las cartas encima de la mesa, las tuyas y las mías, para que juntos hagamos la mejor jugada posible.

“Ahora que te entiendo a ti, y que tú me entiendes a mí, busquemos qué podemos hacer”.

Es un trabajo de equipo. Porque no es «tú contra mí», sino «los dos juntos contra el problema».

Solo así puede recuperarse la armonía… hasta la próxima crisis.

Lamentablemente no todos hemos aprendido a tener estas conversaciones. No es extraño: en la escuela no te enseñan a reparar vínculos. Pero se puede aprender. A escuchar mejor. A regular el impulso de defendernos. A pedir lo que necesitamos sin atacar.

Son habilidades. Y como tales, se entrenan.

Confianza: los tres juicios que la sostienen

Imagínate que la confianza es como un puente colgante entre dos personas.

Pero no es un puente que se construye de golpe ni con materiales improvisados; se arma poco a poco, con cada palabra, cada gesto, cada promesa cumplida. Al principio solo puedes unir dos orillas que están cercanas, con materiales básicos que soportan poco peso. Pero, a medida que la confianza crece, se van añadiendo pilares, cables… y ese puente se puede hacer más largo y resistente.

Ahora, imagínate qué pasa cuando uno de los cables se corta: el puente tambalea. Y si se cortan varios, pues adiós, al abismo.

La confianza depende de tres juicios

En el mundo del coaching, y más concretamente en el coaching ontológico, cuando hablamos de confianza hablamos de tres juicios distintos, tres condiciones que se tienen que cumplir para que la confianza exista.

Es decir, que la confianza no es un sentimiento etéreo que aparece por arte de magia, sino que se basa en tres juicios fundamentales: sinceridad, competencia y confiabilidad. Cada vez que decides confiar en alguien, consciente o inconscientemente, estás evaluando estas tres dimensiones.

1. Juicio de sinceridad

¿Recuerdas la historia de Pedro y el lobo?

Pues lo mismo.

Al principio, los habitantes del pueblo creían en la sinceridad de Pedro cuando los alertaba del ataque del lobo. Pero, tras varias experiencias fallidas, dejaron de creer en él. A partir de entonces, como creo que no dice la verdad, simplemente no hago caso a lo que me pueda decir.

Aquí te preguntas: ¿Esta persona dice la verdad? ¿Lo que expresa con palabras está alineado con lo que realmente piensa y siente? No se trata solo de que no mienta descaradamente, sino de que no diga cosas solo por quedar bien o por evitar conflictos.

La sinceridad es la base, porque si sospechas que alguien te está vendiendo humo, el puente ni siquiera empieza a construirse. Es fácil detectar cuando alguien no es sincero a largo plazo, porque sus acciones y palabras empiezan a chocar. Un jefe que promete incentivos que nunca llegan, una amistad que se dice incondicional pero nunca está cuando la necesitas, o un político que hace promesas imposibles de cumplir.

2. Juicio de competencia

Vale, has decidido que la otra persona es sincera cuando habla de sus intenciones.

Ahora bien, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno.

Aquí de lo que se trata es de evaluar algo más pragmático: por mucha voluntad que ponga… ¿esta persona tiene las habilidades y/o la capacidad de cumplir lo que ofrece? ¿Puede hacer lo que dice que hará?

No basta con las buenas intenciones; también necesitas saber que esa persona tiene la capacidad real de cumplir lo que promete. Puedes confiar en un amigo para que te guarde un secreto, pero quizá no para que te opere del corazón (a menos que sea cirujano, claro).

Evaluamos la competencia todo el tiempo, aunque no lo notemos: cuando escogemos un médico, cuando contratamos a alguien, incluso cuando pedimos consejo. Y no solo en términos de habilidades técnicas, sino también en la capacidad de tomar decisiones adecuadas. Una persona competente no solo sabe, sino que también demuestra que puede actuar con eficacia.

3. Juicio de confiabilidad

Éste es el más sutil, pero no por ello menos importante.

Porque no solo importa que la persona sea sincera y competente, sino que además cumpla lo que promete con consistencia. Puedo creer que eres sincero, puedo creer que tienes las capacidades… pero si a la hora de la verdad no cumples el resultado es el mismo. Si te dice que llegará a las ocho y siempre llega tarde, aunque sea sincero y capaz, su confiabilidad se resquebraja.

La confianza, en este sentido, no se trata de perfección, sino de previsibilidad: saber qué esperar del otro. ¿Es alguien que cumple lo que dice, que respeta los acuerdos y que no te deja colgado en el momento crucial?

E incluso en caso de incumplimiento (que, a veces, sucede): ¿cómo se comporta? ¿se hace cargo de su incumplimiento, de las consecuencias que tiene?

La confiabilidad está íntimamente ligada a la responsabilidad, y una vez que se pierde, es difícil de recuperar.

¿Cómo se construye la confianza?

Cuando te acercas a alguien desconocido es cuando comienza a jugarse el partido de la confianza.

Es verdad que hay personas de naturaleza más confiada que otras, pero en todo caso todos empezamos con un nivel de confianza determinado en la otra persona.

Y, a partir de ahí, la ponemos a prueba con un compromiso adecuado al nivel de confianza que le tenemos. Algo tan sencillo como ver si esta persona me llama cuando dijo que me iba a llamar, si me envía el documento que le pedí en tiempo y forma, si se presenta cuando dijo que se iba a presentar.

Si ese compromiso se cumple, nuestra confianza se refuerza y entonces estamos dispuestos a atrevernos un poquito más. Vas subiendo el nivel, y viendo a ver qué pasa. Es como cuando te metes en el mar poco a poco, primero los pies, luego los tobillos, luego las rodillas… y solo cuando estás cómodo dando esos pasos acabas metiendo la cabeza.

Volviendo a la metáfora del puente, la confianza se construye con pequeñas acciones repetidas en el tiempo. No basta con un gran acto heroico, sino con una acumulación de gestos coherentes. La clave está en la consistencia: prometer poco y cumplir siempre, en lugar de prometer mucho y fallar. La confianza es un trabajo constante y requiere presencia, compromiso y honestidad.

El lenguaje juega un papel crucial en esta construcción. Hacemos promesas, ofrecemos explicaciones y manifestamos compromisos. Cada vez que cumples una promesa, refuerzas el puente; cada vez que fallas, lo debilitas.

Pero ojo, no se trata solo de cumplir, sino de cómo gestionas los incumplimientos. Si avisas con tiempo, si explicas las razones, si ofreces alternativas, la confianza puede mantenerse a pesar del tropiezo. Muchas veces, el problema no es fallar, sino cómo manejas la situación después de haber fallado. La humildad y la responsabilidad son claves para reconstruir la confianza cuando se ha visto comprometida.

¿Y cuando se rompe?

En esa construcción de la confianza llega un momento en el que, quizás, algo falle. Pillas a la otra persona en una mentira o una incoherencia, y entonces tu juicio de sinceridad se tambalea. Ves que hay algo que no puede resolver, y entonces tu juicio de competencia se agrieta. Falta a un compromiso, o lo resuelve de cualquier manera, y entonces tu juicio de responsabilidad empieza a cuestionarse.

Es como que te saltan las alarmas, y a partir de ahí empiezas a estar con la mosca detrás de la oreja.

Aquí viene la parte dolorosa. Cuando la confianza se quiebra, el puente no se derrumba de golpe, pero empieza a crujir. La decepción aparece cuando alguien que creíamos sincero nos miente, cuando alguien que creíamos competente falla en lo esencial, o cuando alguien que considerábamos confiable deja de serlo. Y recuperar la confianza perdida es un proceso arduo, porque ya no se trata solo de construir, sino de reparar.

¿Se puede reconstruir? Sí, pero no con palabras vacías. Requiere transparencia, tiempo y un esfuerzo consciente por parte de quien la ha roto. Es como volver a tensar los cables del puente, pero esta vez con la sospecha de que podrían ceder de nuevo. La persona que ha roto la confianza debe estar dispuesta a demostrar con hechos que es capaz de cambiar. Esto significa disculparse sinceramente, asumir la responsabilidad de sus acciones y trabajar para recuperar la credibilidad perdida.

Además, cuando la confianza se rompe en relaciones personales, entran en juego las emociones. No solo es cuestión de evaluar hechos objetivos, sino también de gestionar el dolor, la frustración y la decepción. Es posible que, a pesar de los esfuerzos, algunas relaciones no puedan recuperarse del todo. Y en esos casos, es válido aceptar que algunas conexiones simplemente se han agotado.

La confianza en la vida cotidiana

La confianza es el pegamento de las relaciones humanas. En el trabajo, en la amistad, en el amor. Y, como todo, es un equilibrio delicado entre expectativa y realidad. Si alguien te falla una vez, puedes darle otra oportunidad. Si lo hace varias veces, quizá sea momento de aceptar que ese puente ya no se sostiene.

Porque, al final del día, confiar es un acto de valentía. Y como todo lo valioso, merece ser cuidado. No se trata de confiar ciegamente en todo el mundo ni de vivir desconfiando de todos, sino de encontrar ese punto medio donde puedas construir puentes sólidos con las personas que realmente lo merecen. Y si alguna vez te traicionan, recuerda que puedes volver a construir, pero también puedes aprender a elegir mejor en quién depositas tu confianza.

Si quieres contar una buena historia, empieza por el final

Hace unos días vi una película y, al terminar, me quedé con esa sensación desagradable de haber pasado hora y media y de no tener claro qué era lo que me habían querido contar.

No te diré cuál era la película, pero su premisa es interesante: hay dos amigas adolescentes, una de ellas sufre un accidente y queda en coma durante 20 años. Cuando despierta, su vida se retoma de golpe, pero en un mundo que ha cambiado por completo.

Una premisa, decenas de historias

Con esta premisa se podrían contar varias historias diferentes.

Podrías centrarte en el shock cultural de despertar dos décadas después, enfrentándote a costumbres y tecnologías que te resultan desconocidas. Podrías explorar el drama de asumir que has perdido 20 años de tu vida y todas las experiencias que nunca llegarás a vivir. Podrías contar la historia de la amiga que tuvo que seguir adelante sola y que, después de tanto tiempo, tiene que enfrentarse al regreso de su mejor amiga. Podrías reflexionar sobre el peso de la amistad, el amor perdido o la reconstrucción de una identidad.

Pero en esta película intentaron contar todas esas historias a la vez.

Y algunas más.

Porque también hablan del amor de juventud perdido y reencontrado, de un romance improvisado con un nuevo amigo, del hecho de que la amiga siempre estuvo secretamente enamorada de la protagonista y de cómo eso marcó su vida. También introducen el drama de una madre que cuidó a su hija en coma durante 20 años pero que ahora sufre demencia, historias de bullying de la adolescencia que resurgen en la adultez e incluso una subtrama sobre la protagonista alquilando habitaciones en Airbnb y los personajes pintorescos que recibe.

El problema es que te cuentan demasiadas cosas.

Es como si alguien decidiera hacer un guiso y, en lugar de seleccionar los ingredientes adecuados, simplemente echara en la olla todo lo que encuentra en la despensa. Un puñado de esto, un poco de aquello, removemos… y lo que sale es un desastre.

Demasiadas tramas, demasiados conflictos compitiendo por captar la atención, demasiados hilos que se cruzan sin un rumbo claro.

Como resultado, en vez de involucrarte, acabas confundido. No sabes a qué historia aferrarte porque ninguna destaca lo suficiente.

¿Cuál es la historia que quieres contar?

Cualquier experto en storytelling te dirá que lo fundamental en la narrativa es tener claro el mensaje que quieres transmitir. Cuál es la idea central, el leitmotiv, el hilo conductor que da cohesión a toda la historia. Cuando tienes esto claro, puedes permitirte desviaciones momentáneas, pero siempre regresas al camino principal. De esta manera, el espectador percibe una dirección clara y siente que la historia sabe adónde va.

Contar una historia es, en el fondo, llevar de la mano a la audiencia por un viaje que tú diseñas. Claro, puedes sugerir caminos alternativos, pero en todo momento debes guiar sin confundir. Debes indicar los siguientes pasos sin imponerlos, para que el espectador llegue por sí mismo a la conclusión que deseas transmitir.

Y cuanto menos lo distraigas con elementos superfluos, mejor.

Empieza por el final

Por eso, una de las reglas de oro en storytelling es empezar por el final.

No en la narración, sino en la planificación. Tienes que definir cuál es la moraleja, cuál es el mensaje principal que quieres que quede en la mente del espectador cuando acabe tu historia. Solo a partir de ahí puedes construir de manera efectiva.

Desde esa conclusión diseñas el desarrollo, incorporando solo los elementos que sumen a esa idea. Todo lo que no contribuya a ese objetivo debe ser descartado. Esto te proporciona un criterio sólido para decidir qué contar y qué no.

La comunicación es claridad

Esto no se aplica solo a la ficción. Es una estrategia útil para cualquier acto de comunicación: una presentación en público, un artículo, un vídeo. Hay muchas historias y argumentos que podrías incluir, pero si no refuerzan el mensaje central, simplemente te alejan de él.

Elegir es una decisión editorial, incluso podrías decir artística. Y tienes que hacerlo. Porque si no, te arriesgas a confundir, a dispersar la atención del receptor y acabar como la película de la que hablábamos al inicio: desordenada y sin impacto.

Las buenas historias, como la buena comunicación, se basan en la claridad. En un mensaje rotundo, bien definido, sin dudas sobre su propósito. Así que la próxima vez que necesites contar algo, empieza por el final. Define el mensaje que quieres dejar en la mente de tu audiencia y construye desde ahí. Solo así podrás crear una historia que de verdad conecte y resuene.

Los cinco niveles de compromiso: una guía para coaches y mentores

¿Alguna vez has tratado de ayudar a alguien y no tenías claro si estaba realmente comprometido o sólo curiosísimamente interesado? El compromiso tiene matices, niveles que varían según la persona y el momento. Si eres mentor, coach o amigo consejero, entender estos niveles puede ser un cambio de juego.

¿Cuáles son los cinco niveles del compromiso?

Nivel 1: El curioso casual

Es alguien que se acerca por curiosidad, pero sin ninguna intención seria. Hace preguntas genéricas y se va rápido.

Cómo actuar: No inviertas demasiado. Ofrécele un punto de entrada sencillo y accesible.

Nivel 2: El entusiasta temporal

Este parece motivado, pero esa energía inicial tiende a esfumarse al primer obstáculo. Lo has visto: se inscriben en algo y desaparecen.

Cómo actuar: Ayúdales a clarificar sus objetivos y a crear un plan simple que puedan seguir.

Nivel 3: El comprometido condicionado

Él estará a tope, siempre y cuando no haya muchas dificultades. Pero si algo sale mal, es posible que se retire.

Cómo actuar: Enséñales a gestionar frustraciones y a enfocarse en el largo plazo.

Nivel 4: El buscador resiliente

Aquí tienes a alguien serio. Ya han lidiado con retos y siguen en pie. Quieren aprender y crecer.

Cómo actuar: Refuerza su autonómia y ofréceles desafíos.

Nivel 5: El transformador genuino

Este nivel es el sueño de cualquier mentor. Son modelos a seguir, comprometidos de por vida con el cambio.

Cómo actuar: Éstimulales a liderar y conecta con otros agentes de cambio.

Cómo identificar cada nivel y adaptar tu aproximación

Fíjate en su actitud. La acción habla más fuerte que las palabras. Ajusta tu manera de acompañar según lo que veas, sin forzar.

El tránsito entre niveles: catalizadores y barreras

Tu papel aquí es facilitar el salto entre niveles. Ayuda con herramientas y guía, pero respeta su ritmo. Porque, al final, el cambio genuino siempre viene de dentro.

La paradoja del acompañamiento: Cuando ayudar significa no empujar

Imagina esto: tienes un amigo que está atascado en un tema importante. Decides echarle una mano, darle consejos, incluso le haces parte del trabajo. Y, de repente, no sólo no mejora, sino que parece que todo se desinfla. Te quedas pensando, «¿qué he hecho mal?». Pues bien, quizás tu ayuda, en lugar de empujarle hacia adelante, le haya frenado.

El mito del mentor salvador

Nos encanta la idea del mentor que resuelve problemas y guía como un faro en la oscuridad. Pero este mito tiene una trampa: si haces demasiado, robas a la otra persona la oportunidad de crecer. No se trata de salvar; se trata de acompañar.

La responsabilidad compartida en los procesos de desarrollo

Ayudar a alguien no significa cargar con toda la responsabilidad. Es como un baile: cada uno tiene que moverse al ritmo adecuado. Si el acompañado no pone de su parte, tu esfuerzo será en vano. Recuerda, ellos tienen que querer caminar.

Señales de que alguien está (o no) listo para ser acompañado

A veces, la persona que quieres ayudar no está lista. ¿Cómo saberlo? Observa si hay apertura, si realmente escuchan y actúan en consecuencia. Si sólo buscan excusas o esperas mágicas, puede que no sea el momento.

El arte de soltar: cuándo y cómo dar un paso atrás

A veces, la mejor ayuda es retirarte. Esto no significa abandonar, sino dar espacio para que la otra persona tome sus propias decisiones. Confía en el proceso y acepta que no todo está en tus manos.

Estrategias para un acompañamiento efectivo y sostenible

¿Cómo acompañar mejor?

  • Escucha antes de actuar.
  • Haz preguntas, no afirmaciones.
  • Celebra cada avance, por pequeño que sea.

No se trata de empujarles cuesta arriba, sino de caminar junto a ellos hasta que encuentren su propio ritmo.

Del querer al hacer: por qué la motivación no es suficiente

A lo mejor te ha pasado. Te levantas un día con una energía tremenda, listo para comerte el mundo, para ponerte de lleno con eso que llevas posponiendo meses. Pero claro, al cabo de unas horas, o al día siguiente, esa chispa desaparece. Y vuelves a las mismas. La motivación puede ser un buen punto de partida, pero si te fías solo de ella, ¡mala idea! Hoy vamos a hablar de por qué la motivación no basta y de qué hacer para no quedarte atascado.

La falacia de la motivación como motor único

Parece un buen plan, ¿no? Te inspiras, te motivas y listo: a por todas. Pero la motivación es caprichosa, va y viene según el día, el humor o incluso la cantidad de café que llevas en el cuerpo. Si dependes de ella para lograr algo importante, el camino se te hará cuesta arriba.

Piensa en cuántas veces empezaste con todo el ánimo del mundo una dieta, un proyecto, un curso… y lo dejaste a la mitad. Yo he estado ahí, y puede que tú también. Esto no es culpa de falta de ganas, sino de no tener una estructura que respalde esas ganas.

Los tres pilares del cambio real: urgencia, compromiso y acción

Para no depender solo de la motivación, hay que construir sobre tres pilares:

  1. Urgencia: Ese empujón que te hace pensar: «Esto tiene que pasar ahora». Puede venir de una situación extrema, o simplemente de marcarte un deadline realista.
  2. Compromiso: Aquello que decides hacer pase lo que pase. Aunque haga frío, aunque estés cansado. Es tu contrato contigo mismo.
  3. Acción: Porque, al final, sin moverte, sin dar ese primer paso, todo se queda en palabras bonitas.

El papel del discomfort en el proceso de transformación

Aquí viene lo incómodo, literal. El cambio significa enfrentarte a algo que no conoces o que no dominas. Y sí, da pereza, molesta, pero es parte del proceso. Ese sentimiento de «esto es difícil» es la señal de que estás avanzando. Abraza ese “ay”, porque después de eso está el progreso.

Cómo crear sistemas que superen la dependencia de la motivación

No puedes fiarte solo de tu estado de ánimo. Necesitas algo más fiable: un sistema que trabaje por ti. ¿Ejemplos? Poner alarmas, dejar todo preparado la noche anterior o programar un hueco fijo en tu calendario para trabajar en ese proyecto.

Tu sistema debe ser tu red de seguridad. Algo que funcione incluso los días en que no tengas ganas de nada.

Herramientas prácticas para pasar de la intención a la acción

Toma nota:

  • Divide tus metas en cosas tan pequeñas que no den pereza. Si quieres salir a correr, empieza con caminar 10 minutos.
  • Usa la regla de los dos minutos. Si puedes hacer algo ahora en menos de dos minutos, hazlo.
  • Ponte una recompensa. Algo que te haga ilusión una vez cumplas lo que te has propuesto.

Porque al final, se trata de dar pasitos, y esos pasitos, sumados, hacen una maratón.

De profesionales, redes sociales, marca personal y networking

Hace ya un tiempo publiqué un carrusel de imágenes en Instagram con algunos consejos e ideas para utilizar las redes sociales desde un punto de vista profesional. Estaba dirigido a personas como tú, que desempeñan un rol profesional y buscan cómo encajar en el entorno de las redes sociales más allá de lo personal o los hobbies.

La publicación tuvo cierta difusión y llegó a diversas personas, entre ellas, Julio Muñiz. Julio es un mexicano que reside en Miami y conduce el podcast Inconfundiblemente, con numerosos episodios dedicados a entrevistar a personas interesantes y a analizar temas de desarrollo personal y profesional.

Julio me propuso tener una conversación y, unos días después, encontramos un momento para charlar. Tuvimos una plática muy interesante sobre muchos temas, pero principalmente sobre redes sociales, marca personal, networking y el valor que las redes pueden aportar a un profesional, así como cómo deberíamos manejarnos en ese entorno.

Aquí te dejo la charla completa y, a continuación, un pequeño resumen de las ideas que se trataron en ella.


Hasta cierto punto, no sé si coincides conmigo en esto, pero creo que la tecnología se ha convertido en un lenguaje. Hay que aprenderlo porque, de lo contrario, te vuelves un analfabeto y es imposible desenvolverse profesionalmente sin dominarlo. Y creo que lo mismo sucede con las redes sociales: tienen su propio lenguaje. No sé si compartes esta visión sobre la sensibilidad necesaria para aprenderlas, entender sus límites y lo que está permitido o no. Hablando de redes, me gustaría saber tu opinión.Desde tu punto de vista, ¿cómo se diferencia el uso personal del profesional en las redes sociales? ¿Dónde está la línea divisoria?

Yo diría que es un continuo, desde el uso totalmente personal con un alias inventado, probablemente irreproducible en un currículum, hasta el uso estrictamente profesional, donde las personas solo hablan de su libro, curso o servicios, y nada más. Creo que el término medio es virtuoso. No podemos ser ciegos al hecho de que otras personas, como compañeros de trabajo o clientes, pueden ver lo que publicamos. No deberíamos subir fotos de fiestas o borracheras todos los fines de semana, hay que tener cuidado. Por otro lado, si solo hacemos un uso profesional, nos convertimos en robots que a nadie le interesa. Hay que moverse en un terreno intermedio, como en la vida real: nos relacionamos sabiendo que tenemos un rol profesional que cuidar y que si surge una oportunidad de negocio, la aprovecharemos, pero sin olvidar nuestra faceta personal. En ese equilibrio es donde creo que está la clave, siempre respetando las preferencias personales de cada uno.

Ahora, Raúl, lo pones difícil porque hablas del sentido común, pero muchas veces vemos cosas que nos hacen pensar: ¿cómo pudo decir o hacer eso? Si esto es lo que regula la interacción, ¿cómo podemos darle más orientación a la gente? ¿Qué deberíamos decirles que está bien o cómo manejarse mejor?

Desde mi punto de vista, si eres un profesional en las redes, deberías dejar claro, aunque sea de vez en cuando, a qué te dedicas y qué puedes hacer por los demás. No se trata de estar pregonándolo todo el tiempo, pero sí que quien acceda a tu perfil sepa quién eres y qué haces. También es importante compartir contenido de valor relacionado con tu área: lecturas interesantes, consejos útiles, cosas que puedan demostrar tu experiencia. No tienes que hacerlo todo el tiempo, pero sí de vez en cuando. Evita conflictos, discusiones políticas y temas que no abordarías en público. No te crees un personaje que no eres; sé genuino, sin hacer locuras ni decir barbaridades. La idea es que quien te vea en redes y luego te conozca, diga: “Sí, eres tal y como te imaginaba”.

Esto tiene que ver con lo que mencionabas: si no, te conviertes en un robot. ¿Crees que todo el mundo es consciente de que las redes sociales pueden ser herramientas útiles, además de distracción y entretenimiento?

No todo el mundo lo tiene claro.

Como decías, a veces no es cuestión de estar comunicando constantemente lo que haces, pero sí dejarlo caer de vez en cuando en otro contexto. Ahora dime, ¿es posible tener éxito profesional sin utilizar redes sociales?

Por supuesto, tengo muchos amigos que no están en redes y tienen trabajos y vidas personales increíbles. No creo que haya que subirse a la moda de las redes si no es algo natural para ti. Como con las páginas web en su momento, no todas las empresas necesitan estar en redes. Si eres de los que están cómodos en ellas, quizá tenga sentido incluir tu faceta profesional, pero no necesariamente debes hacerlo si va en contra de tu naturaleza.

Por otro lado, muchos profesionales de recursos humanos utilizan redes para reclutar. Tal vez no sean indispensables, pero pueden ser una herramienta útil. Entonces, ¿se necesita especialización o es cuestión de sentido común?

Yo creo que es cuestión de fluir. Si tienes habilidades específicas como escribir bien o crear buenos videos, tienes una ventaja. Pero lo más importante es ser genuino y tener algo interesante que aportar. No se trata de parecer perfecto, sino de ser auténtico. El éxito en redes no está en parecer el mejor, sino en ser diferente y conectar con tu audiencia. Ser genuino es más importante que ser bueno. Donald Trump, por ejemplo, ganó por ser diferente. No hablemos de política, pero era una opción distinta, y la gente se identificó con eso.

Ser distinto tiene que estar conectado con algo más, no basta con serlo. Hay que saber a quién gustar. Si intentas no molestar a nadie, no destacarás. En redes, si no conectas emocionalmente con nadie, estás haciendo una inversión fallida. Hay que tomar partido y aceptar que no puedes gustarle a todo el mundo.

Como dijo Bill Cosby (aunque ya no se le mencione mucho): “No se puede agradar a todo el mundo”. Así que es mejor gustar bien a quienes te siguen. Un profesional debe ser genuino, mostrar sus rarezas, porque es lo que te hará único y te permitirá conectar con personas afines.

¿Y qué opinas del networking en redes sociales? ¿Cuáles son las ventajas y desventajas?

Las oportunidades son enormes porque puedes relacionarte con personas que de otro modo no conocerías. Sin embargo, no todo contacto en redes es networking. Es como decía Seth Godin: tener miles de amigos en redes no es networking. Un contacto valioso es alguien que moverá un dedo por ti si se lo pides, o por quien tú lo harías. De esos hay pocos.

Lo mismo sucede en la vida real: conoces a mucha gente, pero al final solo conectas con una o dos personas. Creo que pasa igual en redes.

He encontrado a muchos invitados para el programa en redes sociales. Si eres genuino y transparente, la gente suele estar dispuesta a compartir. Pero no pensemos que redes sociales per se es networking. El networking es otra cosa, más profunda.

Hablando de marca personal, ¿cómo se relaciona con las redes sociales? ¿Es malo compartir fotos de fiestas, por ejemplo?

La marca personal es el rastro que dejamos, consciente o inconscientemente. Cuando publicas en redes, tienes un poco más de control sobre lo que muestras, a diferencia de una foto tuya borracho en una discoteca. Cada publicación construye tu marca personal. No hay que obsesionarse con una imagen perfecta. Si eres un borracho, no te vendas como un lector voraz. Sé tú mismo, pero sin exagerar. No intentes dar una imagen que no eres, porque cuando te conozcan, se darán cuenta.

Las redes deben mostrar cómo eres para que, cuando alguien te conozca, diga: “Eres como te imaginaba”.

El tiempo es valioso. Si tuvieras que resumir en tres puntos clave el manejo profesional de redes, ¿cuáles serían?

Primero, define tu objetivo en redes: ¿quieres información, clientes o generar relaciones?

Segundo, publica contenido de valor, no siempre tiene que ser algo grande, pero que aporte algo.

Tercero, interactúa, comenta en otras cuentas, participa en debates, siempre buscando añadir valor y crear relaciones.

Por último, no busques la viralidad por la viralidad. A veces es mejor que te vea menos gente, pero la adecuada. No te obsesiones con la visibilidad, concéntrate en hacer cosas con sentido y valor.

La dura vida de un concejal

Hace poco más de un año, en las elecciones municipales de 2023, saltó la sorpresa en Aranda de Duero: una agrupación de electores de nueva creación consiguió ser la lista más votada superando a los partidos tradicionales, y como resultado acabó ganando la alcaldía y liderando el gobierno municipal.

Yo iba el número 13 de la lista, de manera testimonial y como apoyo al proyecto. No salí de concejal, ni estoy en el día a día de la actividad municipal. Pero, a lo largo de estos meses, sí he estado lo suficientemente cerca como para sacar una serie de conclusiones/intuiciones sobre lo que significa «ser concejal».

La burocracia es un océano de arenas movedizas

La burocracia interna en un Ayuntamiento es difícil de creer, y de entender, desde fuera. Cada paso que quieres dar está limitado por procedimientos, por figuras de control (Secretario, Tesorero, Interventor), por legislación, por vinculación a un presupuesto…

Todo esto tiene una buena causa, claro: evitar que llegue cualquiera y haga de su capa un sayo. Es un procedimiento garantista (más o menos) para dar tranquilidad a los ciudadanos.

Y, en ese sentido, está bien.

Pero tiene una parte muy oscura. Primero, por la complejidad/dificultad que supone para «alguien de la calle» ponerse al día de todo ello, y navegar en esas aguas.

Y segundo, por la terrible lentidud y falta de flexibilidad existente a la hora de abordar problemas. Cosas que para una persona en su casa se tendrían que resolver de un día para otro («pues se decide, se coge el dinero y se hace») requieren un expediente complejo, autorizaciones, plazos…

El resultado es que los ciudadanos se desesperan al ver que desde el Ayuntamiento «no se resuelve» (y protestan, claro), y los concejales se frustran hasta el infinito porque por mucho que quieran no pueden hacer más cosas ni avanzar más rápidos.

El funcionamiento interno es dantesco

Esto no sé si es cosa de este Ayuntamiento en concreto, o es algo más generalizado. Pero los problemas de procesos, de falta de recursos y herramientas, de limitaciones tecnológicas, de falta de personal… son de no creerse.

En muchos aspectos es una organización que está todavía en el siglo pasado… y no precisamente en las últimas décadas.

Parece mentira que una institución pueda funcionar medianamente, y prestar unos servicios básicos a los ciudadanos, con tanta precariedad y desorganización.

Por lo tanto, cuando llegas e intentas hacer cosas, te das cuenta de que tu «maquinaria» está obsoleta, oxidada y se cae a pedazos. Así que lo primero, antes casi de poder lograr nada de puertas hacia afuera, es intentar que el motor funcione.

Pero claro, eso los ciudadanos no lo ven. Solo ven «que no se hace nada».

¿Y si quieres cambiar todo eso? Pues échale un vistazo al punto anterior y al punto posterior.

Los concejales pintan menos de lo que nos creemos

Uno se piensa que, una vez que se consigue «el poder», vas a poder ponerte a los mandos y decidir lo que se hace, cómo se hace, a la velocidad que se hace…

Pero la realidad es que la capacidad de intervención de los concejales es bastante limitada.

Muchas de sus actividades dependen de contratos y convenios ya firmados, de planes ya comprometidos, en los que no puedes más que seguir la corriente.

Muchas de sus labores dependen de técnicos y funcionarios que tienen sus procesos, sus procedimientos, sus costumbres, sus agendas, sus «reinos de taifas». Ellos están allí´antes que tú, y van a seguir allí cuando tú te vayas. Si tienes suerte y «te los ganas» quizás puedas conseguir un poco de cambio en su actividad; si no, tendrás que lidiar con su indiferencia («habla chucho, que no te escucho») o hasta en algunos casos con su animadversión manifiesta («te voy a poner tantos problemas como pueda»).

¿No te gusta? Pues te aguantas, porque con los empleados públicos tu margen de maniobra es… limitado por decirlo suavemente.

Una agenda de locos

Entre compromisos institucionales, reuniones internas, reuniones externas, comisiones, plenos, atención a la prensa, resolución de marrones, coordinación de proyectos y equipos… la agenda de un concejal está prácticamente «vendida» al 100% antes de levantar la persiana.

Con poco tiempo para pensar, o para impulsar activamente proyectos diferentes.

Y todo eso, en su inmensa mayoría (en nuestro caso sólo el Alcalde tiene una dedicación exclusiva; el resto de concejales ni exclusiva ni parcial) solo en tus «ratos libres», teniendo que mantener tu trabajo (el que te da de comer) y atendiendo a tus responsabilidades familiares.

Imagina cómo es la sensación de estar todo el día axfisiado, y encima sin lograr avanzar en nada significativo mientras todo el mundo te observa y te critica.

Siempre vas a quedar mal

En un pueblo hay miles de personas, y decenas de colectivos. Peñas, asociaciones, clubes, ciudadanos individuales. Cada uno quiere una cosa del Ayuntamiento: subvenciones, que me arreglen mi calle, que me den un local, que las fiestas se hagan así o asao, que se corte la hierba en el jardín que tengo debajo de casa, que si la verbena tiene que terminar a las 3 o a las 5, que si las terrazas fomentan el negocio u obstaculizan el paso a personas con discapacidad, que si peatonalizas el centro es cómodo para los viandantes pero perjudica al comercio, que si….

¿Y qué sucede? Que, hagas lo que hagas, siempre será insuficiente. Si das una subvención, habrá quien dice que por qué. Y otros dirán que por qué no a mí. Y otros dirán que es mucho dinero, y otros dirán que no es suficiente. Si no cortas la hierba te dirán que qué dejadez, pero si la cortas te dirán que la has cortado demasiado y que perjudicas los ecosistemas. Si pones a la policía a vigilar te dicen que solo quieres recaudar, pero si no la pones que dónde está y por qué no actúa.

Como seas una persona con un mínimo de aversión al conflicto, y que no soporte «quedar mal» con nadie… estás fastidiado. Porque, hagas lo que hagas, siempre va a haber alguien quejándose y protestando (y probablemente con razón).

Y eso es muy pesado, un día tras otro.

Haters gonna hate

Yo pensaba que, en un pueblo, sería más o menos fácil que la gente (más allá del obvio derecho a la crítica) respetase los intentos por hacer bien las cosas y, por lo menos, mantuviese el respeto y las formas.

Y de lo que te das cuenta es de que no.

Que hay grupos y personas que, por intereses políticos, mediáticos, empresariales… simplemente te quieren quitar de enmedio. Y no les importa cómo. La manipulación, la mentira, la agitación… todo vale. Te deshumanizan, y te atizan como a un muñeco del pimpampum.

Hace falta estar hecho de una pasta especial para soportar eso.

La exposición pública

Pasar de ciudadano anónimo a «personaje público» es un cambio radical.

Ir por la calle y que las cabezas se giren. No poder hacer vida normal sin miedo a que alguien esté escuchando, o mirando, o grabando con un móvil. Tener que pararte con cada persona que quiere que le dediques unos minutos: si es con suerte será breve y educada, pero no siempre es así. Ver cómo hablan de ti en tertulias, medios de comunicación y redes sociales, muchas veces para ponerte a caer de un burro.

De nuevo, hay que estar hecho de una pasta especial (o desarrollar una coraza) para soportarlo.

En conclusión…

La inmensa mayoría de los días no les arriendo la ganancia a mis compañeros del Ayuntamiento. Ni, para ser justos, a los actuales ni a los que estuvieron antes ni a los que vendrán después.

Ser concejal supone echarse encima de los hombros un montón de responsabilidades y un montón de inconvenientes que, francamente, no están pagados (y en muchos casos no es metafórico). Es meterse en una «picadora de carne» por amor al arte, una tarea en la que es muy difícil conseguir cosas relevantes y, a cambio, tienes la seguridad de que vas a sufrir un desgaste y una frustración enormes.

Eso me lleva a preguntarme qué tipo de personas son las que son capaces no ya de meterse (porque puede que te dejes llevar por el idealismo… hasta que te das de bruces con la realidad), sino de mantenerse a medio/largo plazo en ese ecosistema.

¿Qué rasgos de la personalidad tienen? ¿Qué incentivos hacen que les merezca la pena?

De las respuestas que me vienen a la cabeza, algunas no me resultan muy alentadoras.

Y eso me lleva también a preguntarme si el sistema que tenemos para gestionar «lo público» es el más adecuado. Aunque tampoco tengo clara cuál podría ser la alternativa.

Los beneficios de la especialización

Mirando hacia atrás…

En breve se cumplirán 25 años desde que empecé mi carrera profesional.

25 años, se dice pronto, manda narices.

Llevo un tiempo bastante reflexivo («¿cuándo no, Raúl?», dirán algunos). Con sensación de estancamiento, bastante parecida a la de hace unos años (supongo que eso mismo es la definición de estancamiento). Pensar en mi futuro profesional (que, aunque por mí me iría a una cabañita en el bosque, siento que tendré que plantearme por otros 20-25 años más) es inevitable que me haga pensar en mi pasado.

Y en el que, probablemente, es el gran error de mi carrera.

La inquietud por el debate especialista/generalista me viene de lejos. Ya en los albores de este blog hablaba de que la especialización es para los insectos, del orgullo generalista, de que «cómo se presentaría Leonardo«, cómo me sentía una nube de tags, y a la vez de las dificultades para destacar como generalista, o lo bien que funciona la especialización de cara al mercado.

En fin, creo que es uno de los grandes temas recurrentes sobre los que llevo reflexionando durante casi toda la vida, y en el que chocan dos intuiciones.

Orgullo generalista

Por un lado, siento que mi naturaleza es generalista.

Lo cierto es que no he conseguido, a lo largo de mis ya casi 50 años de vida, encontrar ese «algo» que me haga sentir una pasión permanente e irrefrenable. No he tenido una vocación, una actividad o un área de conocimiento en el que sintiese que «podía instalarme».

Nada me ha interesado lo suficiente como para dedicar esas 10.000 horas de las que hablaba Malcolm Gladwell que son necesarias para ser un experto; al contrario, me siento más cerca del «picaflor» que disfruta tocando superficialmente distintos temas por breves periodos de tiempo. Mi curiosidad se satisface rápido (en las primeras etapas de la curva de aprendizaje – las 20 horas de Josh Kaufman), y luego busca otra cosa diferente a la que prestar atención.

Océano infinito del conocimiento.

Me falta la capacidad de «centrarme», de elegir un campo y profundizar en él más y más ,de cerrar los ojos a las posibles alternativas, de «apretar los dientes» y perseverar más y más hasta alcanzar ese nivel de experto/maestría, de repetir una y otra vez los mismos mensajes sin aburrirme.

Ejemplos te podría dar muchos: la fotografía, la magia con cartas, el aprendizaje, hacer nudos, la formación, las herramientas de RRHH, la programación, la psicología, el desarrollo personal, el coaching, los negocios online, el dibujo, la guitarra, la meditación, el diseño…

Soy un aprendiz de mucho y maestro de nada.

Y eso tiene sus satisfaciones, no te voy a engañar. Sin duda es más divertido. Y te da una perspectiva mayor del mundo. Incluso, teóricamente, te podría dar cierta ventaja competitiva al encontrar relaciones entre distintas temáticas y poder aplicar esa visión amplia a la resolución de problemas.

Pero también tiene sus desventajas.

El mundo compra especialización

Hay una corriente que defiende a los generalistas/multipotenciales, pero la realidad es tozuda.

Si tú, como cliente, vas a comprar un producto o servicio… buscas al experto.

Si tú, como empleador, vas a contratar a alguien… buscas al que tiene experiencia previa en el puesto, en el sector y en el tamaño de empresa.

Buscas al que se ha enfrentado ya cien veces al problema que tú te tienes. Al que domina los matices que a ti se te escapan. Al que es capaz de hacerlo rápido y barato porque ya lo ha hecho antes.

Especializarte en algo ayuda a que «el mercado» (los potenciales clientes / empleadores) te encuentren, identifiquen, te reconozcan, te compren.

Y te ayuda también a ti a buscar clientes (aquellos que tienen el problema que tú sabes resolver), y descartar a otros.

Te ayuda a elaborar tu propuesta de negocio, tus acciones de marketing, lo que pones en tu web.

Te ayuda a destilar tu comunicación.

Te ayuda a elegir qué conocimientos seguir cultivando, qué libros leer, a qué eventos acudir, qué formaciones hacer.

Especializarte, en definitiva, te da un plan que seguir.

Y te genera más ingresos.

También tiene sus riesgos (¿y si aquello en lo que te has especializado deja de ser relevante?), y sus lados negativos (qué aburrido estar hablando siempre de lo mismo). Todo tiene siempre una cara A y una cara B.

Pero ajá.

¿El gran error de mi carrera?

Decía, al inicio del post, que estoy por cumplir 25 años de trayectoria. Y que, mirando atrás, creo que soy capaz de identificar el gran error de mi carrera: no ser un especialista.

Porque resulta que, tras 25 años… ¿qué soy? ¿cómo me presento al mundo? ¿En qué temática/sector puedo decir que soy un experto? ¿A qué he dedicado el número suficiente de horas como para poder «competir»?

Sí, seguro que soy una excelente compañía para una sobremesa. Que puedo hablar un poquito de esto y un poquito de aquello, y tener opiniones mínimamente fundadas sobre distintos temas. Que incluso, en un entorno profesional, puedo ser muy útil porque sirvo «para un roto y para un descosido».

Pero, a la hora de la verdad, el mercado no me reconoce. No soy capaz de decir «me dedico a esto, soluciono este tipo de problemas para este tipo de clientes, y lo hago mejor que nadie porque llevo años profundizando en ello».

Creo que lo he hecho al revés de lo que debería.

Mis primeros 25 años deberían haberse centrado en cultivar una especialización, en sacarle rendimiento económico para, una vez llegada a la «mediana edad» y con la vida más o menos resuelta, abrir la mente a otras inquietudes.

Pero siempre fui un adelantado a mi edad biológica, y mis «crisis de identidad» me llegaron muy pronto. O quizás es que no dediqué el tiempo suficiente a buscar un área donde realmente me pudiese interesar (o le viera sentido) especializarme, y me vi metido en un mundo que no era para mí, y mi salida fue la dispersión.

O quizás vengo genéticamente averso a la especialización.

Lo cierto es que me encuentro a estas alturas de la vida con la sensación de haberme equivocado, de estar lejos de tener la vida resuelta, y lejos de tener un plan.

El mejor momento para plantar este árbol

Dicen que el mejor momento para plantar un árbol fue hace 20 años, y el segundo mejor momento es ahora. Quizás haya llegado el momento de plantar ese árbol (aunque estoy convencido de que esta sensación ya la he tenido antes, y aquí estamos).

Y, a la vez, siento que esa decisión es una derrota para mi espíritu generalista, esa identidad a la que me aferro con uñas y dientes.

Cada vez que pienso en especializarme en algo, mis entrañas lo rechazan: «qué pereza», «qué aburrimiento», «¿realmente aporto algo?», «es que no me interesa», «ése no soy yo».

Pero, a la vez (como decía más arriba) la realidad es tozuda.