Relaciones: de la armonía a la desarmonía
Todos hemos tenido la experiencia de relaciones que, simplemente, funcionan.
Pueden ser relaciones personales (sentimentales o no), y también profesionales.
El entendimiento es sencillo, casi mágico. Conversaciones que encajan, silencios que no pesan, ritmos que se acompasan sin necesidad de hablar mucho. Y te dices: esto funciona. Funciona porque no hay malentendidos, porque no hay tensiones, porque todo está en su sitio. Como cuando acabas de ordenar el salón y no hay un solo cojín fuera de lugar.
Una sensación de armonía en la que te instalas como si fuese a durar para siempre.
Hasta le solemos poner un nombre: la fase de «luna de miel».
Es tentador pensar que eso es lo natural. Que si una relación es buena, debería mantenerse así: ligera, suave, espontánea. Sin fricciones. Y si aparecen, señal de que algo se ha roto.
Pero basta con mirar un poco más de cerca. O esperar un poco más de tiempo.
Porque luego pasa algo. Siempre pasa algo.
A veces no sabes ni qué. Un comentario que molesta, una decisión que no se consulta, una expectativa que no se cumple. A veces no es ni algo que haya pasado, sino algo que no pasó: un silencio, una ausencia, una falta de reconocimiento. Y de pronto, la relación ya no se siente igual. Pequeños gestos que antes pasaban desapercibidos ahora pesan. Te das cuenta de que algo se ha desplazado, aunque no sepas exactamente dónde.
Lo que antes era armonía pasa a desarmonía.
Y aquí empieza el momento clave: el instante en que podrías mirar de frente lo que está pasando y hablarlo.
O no hacerlo.
La reparación
Hay un principio universal, que es el de la entropía. Y que básicamente viene a decir que todo tiende a desordenarse, a estropearse.
Con las relaciones pasa lo mismo, especialmente si nadie hace nada para remediarlo.
Cuando aparece la desarmonía, hay dos opciones: hacer el esfuerzo por repararla, o dejar que todo siga su curso. Y ese curso termina, más pronto o más tarde, en la ruptura.
Lo que pasa es que no hablarlo suele ser más fácil. Fingir que no pasa nada. Restarle importancia. Decirte que ya se le pasará, o que no merece la pena entrar ahí, o incluso que qué más da, si tampoco era tan importante esta relación. Es un atajo. Uno muy habitual. Y muy caro.
Porque no reparar no es quedarse igual. Es dejar que algo se enfríe. Es permitir que se acumule una capa invisible de incomodidad, de reproche callado, de desconfianza apenas perceptible… hasta que un día esa capa es tan gruesa que ya no se puede atravesar.
Y esto ocurre en todos los ámbitos. En lo personal, claro. Pero también en lo profesional. Con un compañero con el que antes te entendías a la primera y ahora todo son malentendidos. Con un jefe que dejó de confiar en ti porque un día no hablaste claro. Con un cliente que se distanció porque no supiste gestionar una queja a tiempo. Nada de eso suele romperse de golpe. Se va rompiendo por omisión.
Reparar, en cambio, requiere un acto de voluntad. Implica mirar lo que duele, exponerse a una conversación difícil, asumir responsabilidad. Implica decir “esto no va bien” sin necesidad de culpar a nadie. Y, sobre todo, implica valorar la relación por encima del orgullo, la incomodidad o el deseo de evitar conflicto.
A menudo pensamos que una buena relación es la que no necesita hablarse demasiado. Que si hay que “trabajarla”, es que no funciona. Pero es justo al revés: las relaciones buenas no lo son porque no tengan grietas, sino porque saben repararlas.
El esfuerzo de sostener las relaciones
El problema es que estamos rodeados de discursos que glorifican lo inmediato, lo que fluye, lo que no requiere esfuerzo. «Dejarse llevar suena demasiado bien», decían Vetusta Morla. Nos dicen que si algo se tuerce, lo mejor es soltarlo. Que si ya no vibra, es que no es tu sitio. Y claro, así es fácil ir encadenando vínculos que empiezan muy bien… y que no necesariamente terminan mal, sino que simplemente terminan. Porque nadie se quedó el tiempo suficiente para recomponerlos.
Superar esos malos momentos, hacer ese esfuerzo, es a lo que llamamos «compromiso». Implica asumir esa incomodidad, ir más allá del bienestar a corto plazo y de nuestro ego, a cambio de darle una oportunidad a largo plazo a la relación. Y así darnos la oportunidad de recoger los frutos que solo se obtienen de las relaciones maduras.
Hablaba Oliver Burkeman, en su libro «4000 weeks», de la importancia de «seguir subido en el autobús». Se refería a que, en cualquier actividad que merezca la pena, hay frutos que solo aparecen si nos mantenemos firmes en la decisión que hemos tomado, incluso cuando la cosa se pone aburrida, difícil o pesada. Si nos bajamos del autobús a las primeras de cambio (para probar otro nuevo) difícilmente llegaremos al destino.
También Nietzsche lo expresaba así: “Todo lo que tiene valor —valor grande— no se alcanza sin esfuerzo, sin una larga fidelidad a lo que cuesta.”
Vivimos en una cultura que ha confundido libertad con desconexión, y bienestar con placer inmediato. Pero sin vínculos estables, nos vamos vaciando de sentido.
Y ojo, que comprometerse no es aguantarse sin medida. No es sacrificarte como un martir. Pero sí es elegir, con conciencia, que hay cosas que merecen esfuerzo. Y entender que la calidad de un vínculo no se mide por cuán placentero es en su punto más alto, sino por cuán sólido se vuelve después de atravesar lo incómodo.
Y eso requiere renunciar al mito del “fluir”. Porque fluir está muy bien… hasta que deja de fluir. Entonces, lo que queda no es la corriente. Es tu compromiso. Tu capacidad de quedarte y cuidar. De reparar. De elegir el largo plazo.
Las relaciones que duran no son las que siempre van bien. Son las que han aprendido a volver a ir bien después de ir mal. Y eso, créeme, no se da solo. Se hace. Con conversaciones difíciles. Con gestos incómodos. Con decisiones conscientes. Con renuncia, con generosidad.
¿Quién tira del carro?
Este ciclo de armonía-desarmonía-reparación es una constante en cualquier relación. Y sostenerlo a largo plazo requiere que todas las partes implicadas lo entiendan, lo asuman y decidan conscientemente hacer el esfuerzo que exige.
Eso no quiere decir que esos esfuerzos sean siempre repartidos al 50%. Hay rachas donde uno puede tirar más, y otras donde quizás se deje llevar. No es cuestión, por tanto, de ir haciendo lo que los anglosajones llaman «keeping score».
Ahora bien, sí es relevante que las dos partes de la relación sientan que ésta es importante. Y que tengan una visión compartida de cómo funciona este ciclo, y de que sostener la relación implica esfuerzo y generosidad. Que perciban en la otra parte hay el mismo interés y la misma buena disposición.
Si no, llega un momento que quien tira del carro se plantea si merece la pena seguir haciéndolo o no.
Y si la relación tiene que terminar, también está bien. Al final todo es un juego de pros y contras, de decidir si los sacrificios que haces y lo que recibes a cambio merece la pena. Como dice el experto en terapia matrimonial Terry Real, la pregunta es: «¿Obtengo lo suficiente de esta relación como para compensar lo que me exige?»
Si es que no, pues quizás sea mejor decir adiós. Porque comprometerse no es encadenarse. Hay veces en que lo que se rompe no es reparable, o no debe serlo. Y saber distinguir eso también es una forma de madurez. En «The gambler» Kenny Rogers lo cantaba muy bien: «tienes que saber cuándo mantener las cartas, cuándo tirarlas, cuándo marcharte y cuándo salir corriendo».
Pero si es que sí, la próxima vez que algo se tuerza, en vez de pensar «esto ya no fluye», piensa «es la hora de la reparación«. No esperes a que el otro dé el paso. Hazlo tú. Con cuidado, con respeto, con la humildad de quien sabe que no siempre tiene razón… pero sí tiene claro qué quiere cuidar.
Porque si no lo haces tú, puede que no lo haga nadie. Y entonces lo que parecía tan fácil… simplemente se pierde. No por lo que fue, sino por lo que no quisimos hacer cuando dejó de serlo.
¿Y cómo se repara?
Eso de reparar es más fácil de decir que de hacer.
Porque implica, como decía más arriba, conversaciones incómodas. Porque implica aceptar que la relación es más importante que el «tener razón». Porque te obliga a dejar tu ego a un lado para escuchar con atención y compasión. Porque implica renunciar a parte de tus exigencias en favor de un compromiso. Porque implica poner el «nosotros» por encima del «yo».
Hace tiempo escribía sobre las idea de la «comunicación no violenta«, y creo que puede ser una buena base para entender cuál debe ser nuestra actidud en esa fase de reparación. Porque al final se trata de indagar en el punto de vista de la otra persona. De qué es lo que ve, qué es lo que interpreta, qué es lo que siente, qué es lo que necesita. Y hacerlo sin juzgar, sin minimizar, sin pretender imponer nuestro relato.
Edgar Schein llamaba a esto “humble inquiry”, y de nuevo exige dejar el ego al lado (ese que nos dice “yo tengo razón”).
¿Para qué sirve?
Pues por un lado, por sí mismo, ya expresa respeto hacia la otra persona. Y la otra persona lo va a percibir así. Todos aspiramos a ser vistos, ser reconocidos y ser amados. Cuando la otra persona percibe en nosotros el esfuerzo en comprenderla (y no en “convencerla”), recibe el mensaje de que estamos dispuestos a ir más allá de nuestro ego en beneficio de la relación.
Y eso, obviamente, nutre la relación a pesar del desacuerdo. No en vano dice Simone Weil que “la atención, tomada en su forma más pura, es la forma más rara y más pura de generosidad.”
Pero además, a partir del conocimiento derivado de ese proceso de escucha, tenemos muchos más elementos sobre los que poder proponer una solución de compromiso que sea razonable y equilibrada por todas las partes.
Suelo decir que es como poner todas las cartas encima de la mesa, las tuyas y las mías, para que juntos hagamos la mejor jugada posible.
“Ahora que te entiendo a ti, y que tú me entiendes a mí, busquemos qué podemos hacer”.
Es un trabajo de equipo. Porque no es «tú contra mí», sino «los dos juntos contra el problema».
Solo así puede recuperarse la armonía… hasta la próxima crisis.
Lamentablemente no todos hemos aprendido a tener estas conversaciones. No es extraño: en la escuela no te enseñan a reparar vínculos. Pero se puede aprender. A escuchar mejor. A regular el impulso de defendernos. A pedir lo que necesitamos sin atacar.
Son habilidades. Y como tales, se entrenan.